Reloj de arena

Luis Peña García: la ventana de la flamencura

Puso todo su afán en descubrir ese compás que lleva Andalucía en las venas, ese que multiplica las alegrías

Luis Peña, gesticulante en plena actuación ARCHIVO LUIS PEÑA

Félix Machuca

Alguien me dijo alguna vez, lástima que no le ponga nombre al rostro, que el arte festero, el que canta, baila y jalea el que lo interpreta, es tan fresco y feliz como una sandía recién abierta, ofreciéndote el corazón rojo de su arte para ... que lo disfrutes sin penas ni angustias. Luis Peña García es un especialista en la materia y, muchas veces, en peñas y fiestas privadas, se ha deleitado ofreciéndonos el corazón de esa sandía pura y fresca, golosa y paradisiaca, que se cultiva en los campos festeros. Cuchichí, con sangre gitana por vía materna, sus recuerdos de la infancia son los de una ventana abierta al mundo de la flamencura, la casa del maestro de baile Pepe Ríos. Allí, siendo un chinorri, en vez de jugar al balón aspirando a ser Cruyff o al toro para hacer lo que hacía Curro en la Maestranza, Luis se embobaba viendo a la Fernanda y a la Bernarda de Utrera, a Miguel Funi, a Paco Valdepeñas. También metía enteras las narices de su curiosidad en la ventana de la casa de Avelina, en la plaza del Lucero, para quedarse chocado y sin más sentido que el del flamenco viendo lo que veía.

Una vez Luis Peña le preguntó a Pepe Ríos qué era el compás. Y el gitano, fiel a su retrato, vara en la mano, pañuelo de lunares, trajeado como para un jueves santo, con su llavero del Cisquero y su escudo del equipo de Heliópolis, le dijo mientras dibujaba jeroglíficos en el aire con su vara: «El compás, Luis, es la forma más profunda de sentir Andalucía, la Torre del Oro y la Maestranza». Luis no olvidó jamás ni lo que escribía en el aire con su vara gitana ni lo que le dijo el maestro Pepe Ríos. Y puso su afán en descubrir ese compás que lleva Andalucía en sus venas, como si fuera un venero de agua pura, fresca y medicinal, que explica las penas y multiplica las alegrías. Empezó a frecuentar la peña flamenca Torres Macarena para aprender de Chocolate, Pansequito, Juanito Villar y concluir que, aquellas aulas de la geografía sentimental y de las bellas artes andaluzas, fue su verdadera universidad.

Formó un grupo al que llamó 'Puro compás' que puso en pie las noches de todas las peñas flamencas de Andalucía. Y empezó a utilizar las palmas como refuerzo de su capacidad expresiva. Los grandes maestros estaban ahí: desde Bobote al Eléctrico, desde Chicharito a Miguel El Bo. Y en su cuaderno de apuntes del natural, Luis, anotó el redoble de los grandes, para tratar de alcanzar la gloria de las palmas flamencas. Se las tocó al Lebrijano, a Pansequito, a Carmen Linares, a Esperanza Fernández, a la familia Montoya… Y aseguran que Luis derrochaba elegancia bailando , jugaba con su chaqueta y los hombros de forma personalísima, hacía las llamadas con el pie y bailaba macho, muy macho, sin descomponer nunca la figura. En las fiestas privadas, sobre todo en Morón de la Frontera, en la finca de Ángel Camacho, figuró muchas veces en los carteles junto a Manuel Moneo, El Loco del Puerto, Juan del Gastor y el Marsellés. Y cantó y bailó en las giras que hizo con Manuela Carrasco y Antonio Canales. También hizo algunas con Juan el Camas que llevan vitola de inolvidables.

Juan el Camas es una de las figuras más bohemias y extravagantes que ha dado el flamenco. En su día le dediqué un Reloj que intentó acercarse al espacio infinito de sus horas más inexplicables. Luis giró con él y Paco Valdepeñas a Francia con un espectáculo llamado 'Una noche en la Carbonería' . Fue en Mont-de-Marsan, para ser más concretos. Allí la radio francesa tuvo a bien entrevistar a los tres. Cuando le llegó el turno a Luis, abrumado por las profundidades filosóficas y flamencas en la que abundaron el Camas y Valdepeñas, dijo con humildad cisterciense: «No, no, yo no hablo. Yo he venido aquí a pintar el piso. Después de escuchar a los maestros poco más tengo que decir…». En la Carbonería de Paco Lira, donde no era casualidad ver a Juan el Camas, le oyó decirle a una señora muy valiente: «Teti, entrégate, que estás más necesitada que un seiscientos cuesta arriba». Con Juan el Camas aprendió a tratar a la bohemia, arrebatarse con la luz reveladora de los momentos inexplicables, vivir sin el grillete de un reloj en la muñeca y sentirse libre y fuerte como una tormenta escuchando en el Mantoncillo de José Lérida a Manuel Molina. Dice que Triana es puente y aparte. Y que allí se hace lo mismo pero de otra manera. Que se marca y se bracea al trianero modo. Y que para eso están las estampas en su memoria de haber visto a Paco Vega, al Junco, a Pepe el Artista… Cuando cerraba el Mantoncillo y Molina invocaba a los espíritus para cantarle a los cabales, no es que se derritieran los relojes. Es que reformulaba la ecuación del espacio y el tiempo. Y se alcanzaba el éxtasis en una especie de burbuja sin más dimensiones que la del gusto y el paladar. Un mundo tan paradisiaco como el corazón de una sandía y tan revelador como aquella ventana de la casa de Pepe Ríos que marcó la flamencura de su vida.

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