RELOJ DE ARENA
Juan García-Avilés Mateos: una goleta en Mateos Gago
La guasa de Juan era el rescoldo de la vieja picaresca local que calentaba las horas tranquilas y pausadas de un tiempo donde en Sevilla el demonio, para divertirse, mataba moscas con el rabo
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Juan García-Avilés Mateos en La Goleta
La goleta no vino de Cuba, ni el charol de su mostrador es de ultramar, tampoco los pájaros que cantaban en tanta estrechez tabernaria eran sinsontes, el ave de los cuatrocientos trinos. Eran jilgueros y canarios que Juan solía tenerlos en exposición para venderlos. ... La Goleta era el nombre de unas tierras en Manzanilla que tuvo un ancestro de Juan García-Avilés y se la endosó a la taberna más pequeña del mundo. Tres metros cuadrados en pleno Mateos Gago , con un mini urinario no mayor que el córner de un futbolín y que, en principio, no tenía puerta y se camuflaba con las del negocio. Allí, para que el desavisado fuera orientándose, había un cartel donde se alertaba que estaba prohibido correr por los pasillos…Y en el techo lucía un artesonado de abigarrada marquetería garrafera, jamonera y choricera que goteaba esencias de montaneras, con un perfume tan exquisito que dejaba a los de Jean Paul Gaultier en un sucedáneo de pachuli bereber. Juan se hizo cargo del negocio después de la guerra civil. Y estuvo en él hasta que la vida le cortó la arena para su reloj, a los 86 años. Puedo sostener que, junto con otros hitos de la calle, Juan fue una leyenda tras aquel mostrador tan reluciente como los zapatos de charol de un músico de jazz.
Y forjó su leyenda haciendo real el aserto de que el hombre es el carácter. Fue el suyo un cruce entre el malajismo y la guasa socarrona , pionero de la distancia social cuando el desconocido se presentía esquinado y amigo a full de sus amigos. La guasa le venía de gratis y la cocinaba a carbón, como hacía en el patio trasero de la taberna los caracoles con hinojos que le traía El Boti , mancebo de la farmacia de la misma calle. Por ejemplo, le pedías carne con tomate y no había carne, pero sabía a carne. Fue siempre un secreto de chef de la España más canina que guardaba la fórmula con el mismo celo que en Atlanta se tiene bajo siete llaves el de la Coca Cola. También te podías comer unos garbanzos con codornices. Pero la codorniz no aparecía por ningún lado.
—Juan, ¿dónde está la codorniz?
—En el campo, con los garbanzos…
Un día se le presentó un cliente desconocido que estaba peleado con la verticalidad. El hombre iba cargadito, de costero a costero, como si escuchara Campanilleros por Mateos Gago. Juan era refractario a los clientes poco sobrios. Y mascullaba, entre el temor y el recelo, que aquel tipo acabaría entrando en La Goleta. Y fue como se temía. Juan intentó convencerlo de que ya iba muy perjudicadito, que lo mejor era recogerse, tirara para casa y dormir laureles sobre colchón de mostachones. Pero el tipo tenía unas firmes convicciones vinateras. Y se pidió una cuarta de tinto. Juan no transaba. Hasta que el tipo se puso serio y le dijo: «¿Usted sabe quién soy yo?» Juan movió su cabeza y le dijo que nati. Y el perjudicadito le respondió con todo el arte del mundo: «Yo soy el inventor de los huevos fritos». Ole. Y Juan no tuvo más remedio que hocicar y ponerle la cuarta de tinto reconociéndole el mérito a tanto desparpajo. Pero más desparpajo que aquel cliente le echó Juan a su amigo El Boti de la farmacia . Entró en la taberna un alemán que medía dos tanques y era amplio como un piso en la Plaza de Cuba. No tenía suelto para pagar y sacó un billete bien alimentado por el Banco de España. Juan le dijo que no tenía cambio. Terció El Boti que se ofreció para llegarse a la farmacia y solucionar el problema. Cuando se quedaron solos, Juan le preguntó al alemán: «¿Usted conoce a ese señor? Yo es que no lo conozco de nada…» Y ese alemán corría tras El Boti como si hubiera escapado de la Stasi saltando el muro de Berlín.
La guasa de Juan era el rescoldo de la vieja picaresca local que calentaba las horas tranquilas y pausadas de un tiempo donde en Sevilla el demonio, para divertirse, mataba moscas con el rabo. En Punta Umbría, en la plaza de abastos, pidió un paquete de galletas para el gazpacho. Una señora se quedó de una pieza cuando lo oyó. Y Juan le insistió en que él le echaba al gazpacho galletas desde siempre. La señora pidió también un paquete de galletas para probar. Días después se encontraron y la señora, sofocá, le dijo que aquello era intragable, un atentado al buen gusto. Juan no perdió los nervios. La miró con aquellos ojos bovinos que tenía y le preguntó: ¿Le echó usted las galletas al gazpacho? Claramente, le respondió la señora. ¿Y le echó el tomate? Cinco kilos, le dijo la indignadita. Y Juan, sin inmutarse, con cara de póker, le respondió: «Pues entonces de eso va a ser, de los tomates…» Las metía muy gordas. En La Goleta había mucho tomate sin carne. Pero también estaba el tambor rociero de Carmelo el de Triana y dicen que en aquel flamante y acharolado mostrador se empezó a escribir el borrador de las reglas de la hermandad rociera de Sevilla. Juan introdujo el vino de naranja de Moguer tras conocer al propietario de la bodega moguereña «El diezmo nuevo» . Júligan del Recreativo de Huelva, cuando bajó en tres temporadas de primera a tercera, los amigos le daban la brasa y le decían: «Juan, ¿qué le ha pasado a tu Recre, que lleva tres años seguidos perdiendo?» Y con un estoicismo cargado de guasa de la casa respondía: «To no va a ser ganar…» Solo se quitaba el mandil para bailar sevillanas y cerraba una vez al año, en enero, para irse hasta el Rocío a ver a su Virgen. Y ese día, con la Goleta cerrada, Mateos Gago era tan triste como un naufragio…
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