Reloj de arena
Isidro Muñoz Raposo: Es posible la vida
Quiso ser futbolista, torero, ciclista hasta que lo ataron las cuerdas de una guitarra a la pasión por la música
Félix Machuca
Mientras su madre paría en una cama, en la otra las ratas se comían a una hija amortajada. Esta imagen es real. Aunque parezca la secuencia de arranque de una película de la España de la necesidad, el hambre y la algarroba. De una España ... entre Solana y Cela. De una España que le tocó vivir a Isidro Muñoz Raposo, sanluqueño como las puestas de sol, padre de Manolo Sanlúcar y José Miguel Évora, talento natural por derecho del vino y catedrático sin título del realismo mágico. A Isidro lo parió su madre en lo alto de una mula por una trocha de las tierras blancas de Sanlúcar. Y la primera luz que vio le sirvió para llenarse de gracia, de don, de ese pellizco que tienen los que son diferentes. Con el tiempo quiso ser futbolista, torero, ciclista hasta que lo ataron las cuerdas de una guitarra a la pasión por la música. Iba desde Sanlúcar a Jerez en una bicicleta para aprender a tocarla. Regresaba silbando la falseta para que no se le olvidara. Las horas del día se contaban desde la prima al bordón. Y vuelta a empezar. Hasta que se hizo profesional y acompañó a la Niña de los Peines, a Pepe Pinto y a muchos otros.
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Hizo del humor y de la integridad moral su filosofía de vida. Que la vida no te enseñe lo que no puedas soportar, sentenciaba. A Manolo Sanlúcar le dijo en cierta ocasión que lo vio malhumorado: «Manuel ¿todavía te tomas la vida en serio?» Y a José Miguel Évora, que era rabonero y más dado a la música del mar que a cantar la tabla de la suma, lo dejó listo una noche en que se le sentó en la cama para darle la lección de su vida: «Un día te vas a mirar las manos y te las va a encontrar vacías». Y José Miguel se fue a Madrid a estudiar más que un notario. A su señora, hija de la burguesía sanluqueña, que dejó a un partidito de la localidad por un bohemio como él y la desheredaron, le dio más de un disgusto doméstico por culpa de su compromiso social. Memorable fue aquel día que dejó sin comer a la casa porque había visto por la calle a un sin nada y se llevó la olla del puchero para que aquel hombre supiera o recordara lo que era comer caliente. Isidro era así. Integro, sentencioso y enormemente divertido. Amaba la vida por encima de todas las cosas, entendiendo que era el capital más importante que un hombre debía saber administrar. La muerte las dejaba para las funerarias. Dicen que solo fue a un entierro: el suyo. Los demás los evitaba, se metía en la cama y se enroscaba en las mantas con el dolor y los recuerdos. Alguna vez le preguntaron: ¿no vas a ir al entierro de tu amigo? Y él contestó: ¿acaso va a venir él al mío?
«Iba hasta Jerez en bicicleta a tomar lecciones de guitarra. Regresaba a Sanlúcar silbando la falseta para que no se le olvidara»
«Nunca olvidó de dónde vino. Una vez dejó a su gente sin comer y se llevó la olla del puchero de su casa para dársela a un sin nada de la calle»
Pero Isidro nunca faltó a la celebración de la vida. Para bebérsela en el catavino de cristal puro de la amistad o a buches largos y sonoros si así lo requería la situación. Una noche llegó a casa con la mirada borrosa y la alegría en lo alto de la azotea de su alma. Al día siguiente uno de sus hijos le preguntó con guasa: «¿Anoche llegaste bien, no?» Sin inmutarse contestó: «Sí, si no llega a ser por un malaje que me pisó las manos…». Insuperable. En otra ocasión, también empapada la noche por diluvio de manzanilla, se encajaron en su casa Curro y Paula. Y allí celebraron los tres una nocturna de lujo, arte y picardía. A la mañana siguiente, mientras se afeitaba su hijo Pichuli, Isidro imitó a los perros y empezó a ladrarle. «¿Qué hace, padre?», se extrañó el Pichuli. Pero Isidro, otra vez derrochando arte y picardía, le aclaró la situación: «Te ladro porque la pasada noche en vez de hamburguesas nos freíste una lata de carne de perro». Los toreros solían vestirse en la casa de Isidro. Y explotaba de luces y clarines en las tardes plenas de Sanlúcar. No tendría nada de particular que en una de aquellas tardes recordara la anécdota del novillero con el que compartió cartel. Qué tarde más mala pasó el chaval. Porque el toro le pilló el sitio y lo corneó varias veces sin piedad. Y el novillero decía: ¡¡verá, verá, a que otra vez caigo dentro de la plaza!!
«A Isidro lo parió su madre en lo alto de una burra, por las trochas de tierra blanca de Sanlúcar de Barrameda, camino del trabajo»
Donde caían siempre de pie era en Bajo Guía, paraíso de marineros en tierra como El Pali, Curro Romero, El Beni, El Cojo Peroche. Una tarde de domingo, tras la tertulia habitual, se fue con el Cojo Peroche a ver al Sanluqueño. Le habló maravillas de un chaval muy canijo, extremo, que decía que iba para figura. Cuando se lo presentaron el Cojo le preguntó: «Picha ¿tú de qué juega?» El futbolista le dijo que de once. Y el Cojo le pegó un regate: «pues llevarás un uno en la camiseta y el otro en la mano.» En la mano tenía siempre la guitarra mientras regentaba su tahona. Y una viejecita, muy parecida a la que Los Chanclas describen en la canción, le pidió una viena. Pero nunca le parecía que estuviera lo suficientemente caliente. Insistió la señora hasta que Isidro le preguntó: «tú paqué quieres la viena: ¿pa comertela o pa planchar?» Aquel bohemio, vitalista y cabal, fue fiel a su bandera vital. Antes de morir preguntaba cuánto faltaba para los Reyes Magos. No quería empañar un día tan singular para sus nietos que tuvieron en su abuelo el mejor ejemplo de que es posible la vida…
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