Reloj de arena

Fede G. Patanchón: con el paso siempre cambiado

En sus primeros intentos se quedó en jipi y en pintor de la calle, pero pronto se percató de que ese no era el camino y se dedicó a la hostelería

Fede G. Patanchón regentó algunos bares muy destacados en las noches sevillanas Inma Puchal

En un desfile militar hubiera dado el cante porque lo suyo siempre fue ir con el paso cambiando. A primera vista podía parecer eso. Quizás porque había razones para pensar, como pensaron en su casa, que el niño era un caso perdido: mal estudiante, con ... algunas expulsiones colegiales en su currículo, cazando nubes la mayoría del tiempo y con una irresistible inclinación a vivir lo que vivieron los pintores de la bohemia de la Montparnasse impresionista. Fede Patanchón , con antecedentes bodegueros franceses que descubrieron en el Condado onubense una vía de escape de la filoxera que arrasó los viñedos de Burdeos, quería ser bohemio y artista . En sus primeros intentos se quedó en jipi y en pintor de la calle. Pero pronto se percató de que ese no era el camino, que estar rodeado de trocolistas y expuesto a la venta callejera de las láminas que pintaba, como mucho, te llevaba a recogerlas a la calle Trajano, por culpa de un ventarrón inoportuno que lo pilló en su tenderete de la plaza del Duque. Así que dejó sus exiguas y aburridas ventas en Sierpes, avenida de la Constitución y la Plaza del Duque por el patio de San Eloy. Y en manos de un santo tan jaranero empezó a descubrir que, si Mahoma no va a la montaña, lo mejor es coger el autobús para que la montaña te ilumine con su magia. Y allí, en el patio de San Eloy, urgido por una noche de pocas pelas y muchas copas, empezó a vender sus dibujos a los jóvenes que atestaban las mesas . Vendió la carpeta entera y lo celebró sin beber ni esto de agua…

Cuentan que tuvo una novia multimillonaria, una japa llamada Mitsuko Misojata que hacía canastitas de mimbre con flores, porque la tarea la congraciaba con el mundo zen. Fede acostumbraba a invitarla a cerveza en Los Corales y la nipona pagaba el marisco. Luego la acompañaba a su apartamento en lo alto de Galerías Preciados, en la plaza vieja de la Magdalena, donde la jipi japa vivía como lo que era: una multimillonaria con caprichos a lo Angela Davis . Fede hizo de su vida un desfile a paso cambiado. Y desfiló por las noches inenarrables del patio de San Laureano , en aquel local que había sido de Máximo Valverde y ahora lo frecuentaban las hermanas Ordóñez , Chiquetete , Julián Contreras , Curro y Antonio … de aquel Patio tan particular pasó al pub Luna de Los Remedios , que decoró a su antojo, con entera libertad, pintando con las yemas de sus dedos las paredes a la búsqueda del color con el que Chagall vistió el teatro de la Ópera de París. En aquella tarea llegó a perder las huellas de los dedos, pero nunca su identidad. Siempre con el paso cambiado, paseando una tarde por el casco viejo de la ciudad, vio en Argote de Molina el local que le daría nombre, influencias y dinero en la Sevilla de la noche. El local había sido uno de los muchos que el anticuario El Moro tenía en aquella calle. Y que sirvió de vivienda de guiris, sastrería y, en aquel momento, de bar de copas para dandis y seguidores de Oscar Wilde . El Antigüedades pasó a nombre de Fede Patanchón un 12 de agosto a las 12 de la noche. Y en sus manos se iba a convertir en una sorpresa diaria.

La marca Patanchón fue referente en la ciudad de las noches más largas y crapulosas . Porque allí eras escocés o ginebrino, pero más fuerte que el alcohol era la borrachera de ideas y sensaciones que te inspiraban sus montajes. Buscaba que el cliente respondiera a sus estímulos plásticos. Una vez pegó con superglú monedas de veinte duros en el suelo del local; otras compró todas las escobas de una droguería de la Alfalfa para colgarlas del techo y ver a la gente como rememoraba a la bruja del tren de la escoba de la Feria; cierta vez apareció el local invadido por hormigas de juguetes que subían por las paredes y tenían sus hormigueros en las esquinas, en un remake de copa larga de ‘Cuando ruge la marabunta’ ; cinematográficamente instauró la noche de los jueves como homenaje a la secuencia de ‘Barry Lyndon’ donde se juega su porvenir a las cartas, pinchando música clásica e iluminando el local con candelabros y velas; otras vez se acordó de Leonardo da Vinci y empapeló las paredes con los dibujos anatómicos y gastronómicos del genial artista del renacimiento. Y así, sorpresa tras sorpresa. Acontecimiento tras acontecimiento. Tanto que, a Pablo Carbonell , muy amigo suyo, le salió ardiendo una camisa de seda mientras practicaba con una cámara planos y secuencias de sus primeros pasos por el cine, una vez enterrados los Toreros Muertos. Y el actor Fernando Suárez , acordaos de ‘Solas’ , le cantó una saeta a un camión de bomberos que pasaba por una colapsada Argote de Molina. Cuando finalizó, la calle estalló en una ovación de primavera y cielo al fin.

Quintero solía visitarlo para reflexionar sobre las virtudes sanatorias del chocolate; Garmendia se sentaba con Fede en uno de los bancos de iglesia que estaban pegados a la pared exterior y convertían a Argote de Molina en la calle ancha de un pueblo; Juana de Aizpuru le reivindicaba el costo de un chupito de Valentine al mismo precio que una copa de coñac en el Universal; Alberto y Ascen apuraron en el Antigüedades su último sorbo de vida en aquella fatídica noche de los tiros criminales… No sé si aquel local vibró como Montparnasse al son de la bohemia de los artistas. Pero sí sé que Martin Kippenberger , pintor alemán que llegó a exponer con Picasso , se bebió una botella entera de mezcal para brindar por una exposición que se negó a inaugurar y que Juana de Aizpuru trasladó con urgencias a su sala de la calle Zaragoza. La vida de Fede Patanchón es un incunable forrado de etiquetas negras y luces de bohemia. Daba la impresión de que iba con el paso cambiado y nadie se dio cuenta que marcaba el paso correcto para llegar a ser Fede Patanchón…

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