Reloj de arena
Diego la Cuatro Vientos: los pies y las manos de la noche
Sesenta años antes de que Amazon aterrizara en nuestras vidas, ella inventó el servicio directo a sus clientas, enviándoles ropas, joyas, bisutería y zapatos
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Cuando un apodo, más o menos afortunado, logra borrar tus apellidos hasta el extremo de que nadie los recuerde, es firme señal de que no te hacía falta y que tu verdadera identidad te la dio el pellizco de ingenio de alguien que te bautizo ... muy bien bautizado. Eso le ha pasado a Diego la Cuatro Vientos , mariquita de tronío y sin una pena como la de la Lirio, osado, atrevido, divertidísimo y del que podríamos decir que era las manos y los pies de la noche más golfa e irreverente de la Sevilla de los sesenta.
La Cuatro Viento dejó de soplar hace años heredando sus amistades y allegados ese melancólico revuelo en el corazón que sucede a un buen levante tarifeño. Aunque Diego nació en el Aljarafe, posiblemente en Salteras, de donde su familia partió hacia el Cerro del Águila para que su padre abriera un bar. Un bar al que bautizó precisamente así: Cuatro Vientos. El nombre sobre el que el joven Diego inflaría las velas de su vida , dejándose llevar por el siroco de la noche local y por el terral puro de sus ocurrencias, casi todas de pronóstico muy reservado.
Si la Cuatro Vientos fue las manos y los pies de la Sevilla más julandrona y desacomplejada es porque hizo fortuna como manicuro y pedicuro. Tuvo su plataforma de lanzamiento laboral entre las guerreras incansables de la Alameda de la época, a las que les afilaba las uñas para no desmerecer a las leonas y a las que, igualmente, les arreglaba los pies para que las morenas pisaran con garbo sin necesidad de relicarios. Una buena amiga que no pasa por sus mejores momentos me cuenta que, en su chalé de Nervión, estuvo cuando ella vino al mundo, siendo muy amiga de su madre. Cuando la señora enfermó, la Cuatro Vientos no faltó un día al hospital para verla , donde se encajaba con una cesta de mimbres llenas de frutas y verduras y una risa la mar de saludable. Lo que oía en aquellas noches de la Alameda a su clientela más salvaje, lo repetía con las clientes que la llamaban para que además de los pies y las manos, les contara cómo andaba Sevilla de vergüenza y de moral, tan doble casi siempre.
Un mal día, malísimo día, la Cuatro Vientos le estaba haciendo los pies a una de las chicas más trabajadoras de la Alameda. Con tan mala fortuna que, una pequeña herida, se le infectó a su clienta y estuvieron a punto de hacerla pasar por quirófano y dejarla inútil total para los zapatos de tacones. Al menos para el pie de la herida infectada. Los protectores de aquellas mujeres, chulos de tal les llamaban, se conjugaron para apalizar a la Cuatro Vientos que, bien informada por sus amistades del peligro que corría, abandonó la zona y se fue a buscar otros caladeros .
Pero había que seguir pescando. Pescando, arreglando manos y pies y contando las ocurrencias que veía, oía o él mismo protagonizaba. Y se hizo indispensable en las boites, las güisquerías, los cabarets y los pisos de solteras con balcones a la calle del amor barato. Triunfó. Y triunfó a lo grande. Porque, sesenta años antes de que Amazon aterrizara en nuestras vidas para ponernos en casa el tornillo que hemos perdido en este cambio de era, la Cuatro Vientos inventó el servicio directo a sus clientas , enviándoles ropas, joyas, bisutería y zapatos. Le fue tan divinamente que se compró un buen piso por Nervión y una casita de verano en Rota, donde, imagino, le hubiera encantado pasar revista a los guerreros americanos que venían sensibleros y falta de cariño desde los lejanos arrozales del río Mekong en Vietnam.
Los que lo conocieron lo dibujan con muy buen trazo y pulso. Altura media, peinado hacia atrás con la ayuda de la gomina de Gardel , juncal y con una labia para echarlo a pelear con Churchill al que, seguramente, le habría quitado de la boca aquello de la sangre, el sudor y las lágrimas. Si algo era la Cuatro Vientos era vitalidad y alimento de la jarana, sorpresa y risas . Solía vestir de hombre, con trajes muy elegantes y capa, encadenándose las muñecas con pelucos y atando sus dedos con tumbagas de colorao, que hubieran vuelto locos hoy a la muchachada latina rapera. En aquellas noches de diversión más de un cliente ocasional le quiso comprar el joyerío que lucía. Al menos una noche a la semana disfrutaba de su ocio y lo mismo recalaba en el Oasis para ver a su admirado Rafael Conde el Titi que se pegaba una voltereta de narices en un local de la noche.
El Titi tenía un armario rebosante de chaquetas de pedrerías, de donde es posible que saliera una que, luciéndola la Cuatro Vientos, formó un taco muy gordo en un avión con destino a Las Palmas. Iba con su novio, un muchachito apocado, tímido y refractario a las ventoleras exhibicionistas de la Cuatro Vientos. Le había prometido un viaje de unos días a las islas afortunadas. Y se presentó en el aeropuerto de Sevilla con una chaqueta de las que el Titi lucía en el Oasis. Gran disgusto de la pareja. La chaqueta tenía más cristalitos y reflectores que la bola de una discoteca de la época. Y la Cuatro Vientos, ya en el avión, se percató de que todos los pasajeros no le quitaban ojo de encima. Diego se levantó, se hizo el dueño del pasillo del avión, dio dos vueltas al mismo como si fuera la pasarela Cibeles y, cuando se paró, miró con guapería al pasaje y le preguntó a viva voz:¿Me habéis visto bien?» Y el avión casi se cae de la ovación que le dieron. Grande, muy grande fue la Cuatro Vientos, aquella mariquita al que el apodo le quitó el sitio de sus apellidos para que la conociera media España como el vendaval que fue…
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