Reloj de arena
Ángel Berral Rivas: Maratón, mi gente, Triana, veinte kilómetros
Era un rey sin corona en una corte de amigos que pasó una y otra vez por su palacio de Pureza donde arreglaba y vendía motos
Félix Machuca
rey tenía un cetro de palodú de la vega y un tesoro de piedrecitas y maderas de formas caprichosas en su palacio de Pureza. Ese tesoro lo encontraba en sus largas caminatas por la ribera del río, por la playa o la montaña. Y si ... vivías en su reino de amistad, confianza y afecto te regalaba alguna de esas piezas mágicas diciéndote que te darían suerte, mucha suerte. Nunca pisó la sección de regalos de El Corte Inglés, pues los regalos los entendía como una extensión de su ser y su sentimiento. Y solo él sabía el sentimiento y la magia que latían en las cosas. Por su palacio trianero, aquel taller donde arreglaba y vendías motos a media Sevilla , se pasaban con asiduidad los caballeros que le profesaban ley. Emilio Muñoz le brindaba el toro de su cariño; César y Jorge Cadaval le rendían honores a la gracia natural de Triana; el ganadero Juan Arenas compartía con él la divisa de su lealtad. Y más que un taller de motos, aquello parecía, a veces, la agencia de artistas de Antonio Pulpón. Porque María Jiménez, Lole y Manué, Chiquetete, El Tele y la compañía trianera de Jesús de la Rosa, pasaron para firmar con Ángel Berral los contratos de las galas de los mejores ratos que su majestad brindaba.
Si los siquiatras aconsejan romper con amistades tóxicas, Ángel Berral era medicina obligatoria para remontar cualquier vuelo. Tenía ese don natural que seduce a la gente y empuja a decir que era un tipo para comérselo. Tenía idioma propio. Diccionario de la real academia de su lengua. Y una forma tan trianera y popular de definir situaciones que, por ejemplo, para expresar la libertad de una persona decía que era hombre gorrión; para definir una inclinación pilonera dentro del ámbito sexual lo calificaba como «hombre fusterrier» (no corregir la raza; Berral lo pronunciaba así) y para felicitarse tras correr una media maratón o una carrera popular llegaba a la meta y decía: maratón, mi gente, Triana, veinte kilómetros. Javier Ojeda, otra de las debilidades de Ángel, estuvo todo un día dándole vueltas al magín para descifrar una frase con la que calificó a un amigo de ambos, galán y hermoso, de quien dijo que era «muy subdirector». Hasta dar con lo que quiso decir, Ojeda nadó en la incertidumbre más que cuando fue campeón de España de natación. Lo que quiso decir era que el amigo común fue muy seductor…
Pero el seductor era él. Seducía con sus maneras , con su afecto, con su gracia, con su bondad y, claro que sí, con su picardía. Si en el taller entraba una chavala de buenas hechuras, los tres o cuatro que estaban por delante esperando a que se le atendieran, dejaban su sitio a la señorita a la que Ángel, con esa capacidad suya para la metáfora pinturera le decía: ¿Qué desea usted, piernas de caoba? Hablando de piernas, recuerdo a aquel Galindo de Crónicas Marcianas, porque la única vez que tangaron a Berral fue cuando le pagaron el arreglo de unas motos con un par de paletillas de ibérico. Era muy difícil buscarle las vueltas a un ángel de la calle por las que tanto voló aquel personaje hecho a sí mismo. Pero con aquellas paletillas se la dieron. Tan escasas estaban de factor de crecimiento que al verlas dijo: «Son las paletillas de Galindo…». Cuando te veía no te saludaba con la mano. Lo hacía con el alma y te encajaba un «qué te quiero» que hacía temblar los pilares del afecto. Adoraba a su esposa, a la que llamaba Kim Novak. Y tuvo con ella hijas tan preciosas y flamencas que rompían los espejos. Tan desnudo de imposturas y apariencias falsas iba por la vida que, como no podía ser de otra forma, fue de los primeros nudistas que vieron las playas de Chipiona. Se metía su tralla de kilómetros paseando y más allá de las Tres Piedras se aliviaba de ropero y saltaba de alegría como un libertario de un falansterio en el centro de la comuna. Entonces se sentía hombre gorrión. Hizo deporte desde pequeño. Cuando el Turruñuelo fue para él lo que el Misisipi a Tom Sawyer y Huckleberry Finn, se perdía por las trochas de la vega, buscando insectos, conociendo plantas y fumándose pitillos de matalauva. Creo que no volvió a fumar nunca más. Porque se hizo incondicional del deporte. Corrió motos en el parque, jugó al fútbol con equipos del barrio, se hizo maratoniano y con setenta años se atrevía con las carreras populares de los distritos. Para llegar a la meta y santificar el esfuerzo con su grito de guerra: maratón, mi gente, Triana, veinte kilómetros . Se ha ido recientemente en la moto que nos espera a todos para llevarnos por la autopista hasta el cielo.
En Sevilla nos hemos quedado sin el socio de la amistad y sin el ángel de Berral, ese rey sin corona que regalaba a su corte de amistades piedrecitas que daban suerte, mucha suerte…
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