Sevilla y amén
Todo es de color
El cartel de Manolo Cuervo recuerda a la bulería de Lole y Manuel con su cromatismo de esperanza para vencer a la muerte
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Iniciar sesiónLa voz hiriente de Lole Montoya se derrama por el cartel de Manolo Cuervo. En la barbería de la Alfalfa, un niño se corta el pelo para probarse después el capirote. Hay que llegar como Dios manda a los días grandes de Sevilla, que están ... casi siempre metidos tras el burladero de la rutina. Pero ese hábito cotidiano que mezcla el ruido con la prisa, a veces sobresale un grito que nos detiene. Lleva la ciudad dos años hibernando. Y Sevilla es el letargo que la Esperanza almacena desde que se va de largo y vuelve la Macarena. El tiempo que transcurre entre la última vez que vemos el manto de la Virgen y la siguiente vez que la vemos de cara es lo más parecido que hay a la nada. Y esta ha sido la nada más larga de nuestra vida. Por eso cualquier gesto que contemplamos en mitad de nuestra impaciencia puede salvarnos del vacío. Mientras el niño se pela en su paraíso, en la ventana se está muriendo el Cachorro. Mientras Sevilla espera su gloria, el mundo agoniza por el Este. Cuervo le ha puesto un cromatismo de esperanza a la muerte para que sus brazos chorreen cielo. Las metáforas están a veces en lo más crudo. ¿Quién no ha visto alguna vez una flor en un vertedero? Ante esta estampa captada por la cámara mágica de Serrano, que ha hecho un metacartel con el cartel, he recordado a Manuel Molina en sus últimas horas, cuando sus pulmones ya no podían más y se fue a la calle Castilla a preguntarle al Cristo gitano lo más importante de la vida: «Señor, ¿cómo se cruza este puente?». Y me ha respondido la voz lejana de Lole desde las costuras de mi infancia: «Señor de los espacios infinitos, / Tú que tienes la paz entre las manos, / derrámala, Señor, te lo suplico / y enséñales a amar a mis hermanos».
Sevilla se está preparando para lo bello de la vida, pera ser consuelo en todas las heridas, para amar con blanco amor toda la tierra. Pero muy cerca de aquí, tan cerca que está dentro de nosotros mismos, hay destellos todas las noches que nos llevan al demonio. La guerra. Y mientras caen al suelo los cabellos del chiquillo, sale por la boca del cartel la siguiente estrofa de Lole: «De lo que pasa en el mundo, / por Dios, que no entiendo na: / el cardo siempre gritando / y la flor siempre callá».
Han pasado dos años de soledad. Se han acortado los últimos tramos, saldrán por primera vez nazarenos que no han tenido que ir en brazos de su madres nunca detrás del paso, se quedarán túnicas colgadas en el ropero que no pudieron servir ni de mortaja cuando la pandemia se llevaba los muertos sin exequias, no aparecerá el cíngulo por ninguna parte porque después de tanto tiempo la memoria no alcanza a saber dónde lo pusimos y veremos al Señor de la Salud (en los Gitanos, en la Candelaria, en San Bernardo, donde sea) entendiendo por fin el verdadero sentido de su advocación. Pero la llama del cirio ya no arderá por nada de eso porque la cera que estamos consumiendo ahora es otra. No nos ha bastado con la enfermedad. Tampoco nos bastará con la guerra. Somos insaciables. Recemos por nosotros (vuelve Lole a cantar: «Sigamos por esa senda / a ver qué luz encontramos, / esa luz que está en la tierra / que los hombres apagamos».
Esta estación de penitencia que se aproxima será una protestación de fe y una protesta contra la mezquindad. Como anuncia el cristal de la barbería, este año retomaremos el taller de magia infantil para limpiarnos hasta lograr de nuevo la inocencia. Porque el mismísimo Cachorro está clavado en las paredes de Sevilla para decirnos cómo se cruza el puente. Leedle los labios en su último estertor y agarraos a su mensaje de esperanza para vencer a los demonios del mundo: «Todo es de color...».
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