Reloj de arena
Alberto Gallardo Aguilar: ¡Ole los que huelen a canela y clavo!
Ha sido el patriarca de los soles y las lunas que veneran los gitanos, los cuchichí y los gachó. Todos los que sienten la trascendencia sin necesidad de pureza de sangre
José Camacho Espinosa: oficial y caballero

Esa era una de sus frases de oro para que la gente del costal se viniesen arriba, se llenaran las venas de primavera y cielo al fin, tensaran la musculatura de su fe y pasearan a la Señora de las Angustias por las ... calles de Sevilla como lo que era, como lo que es: la Bata dolorosa de un pueblo que la camela de ley. ¡Ole los que huelen a canela y clavo! Y ese palio tan gitano, con compás de siglos y señorío de latifundio de estrellas, dejaba a su paso los pulsos desbocados, el corazón de par en par y alguna lágrima indiscreta resbalando por la mejilla de la Giralda, que a esa hora es más gitana que mora y se reconcome de Angustias cuando la ve marchar, buscando la Cuesta del Bacalao, entre un coro de juncales que la acompañan por bulerías, para convertir el gregoriano en un cante eurovisivo de Chikilicuatre . «¡Ole los que huelen a canela y clavo!» Así llevaba Alberto Gallardo a sus cabales, a los que les podría llegar el murmullo celebrado de alguien que le cantó al Undibé moreno una saeta de reforma laboral: «Lo endisqué una madrugá /custodiado por jondunares/saliendo de San Román. / Que me castigue Undibé/ si no va vendiendo cal/ Ese que llaman Manué». El copyriht es de Francisco Javier Rodríguez .
Alberto Gallardo ha sido el patriarca de los soles y las lunas que veneran los gitanos, los cuchichí y los gachó. Todos los que sienten la trascendencia sin necesidad de pureza de sangre. Nació dos años antes que la guerra de los abuelos, allá por la calle Sol, en una Sevilla sin apenas coches, con guijarros en las calles de pueblo de la Puerta Osario, por donde pasaban los carretones de las verduras para el mercado de la Encarnación. Hijo de padre cien por cien calorro y sobrado de compás . Y de una madre trianera, con garganta de oro, a la que le ayudaba a cantar saetas leyéndole la letra que llevaba escrita en un papel. Nunca quiso estudiar. Nunca quiso hacerse botones de un banco de jurdores. Se hizo monaguillo de San Roque, cantó como un ángel de Machín en su coro y lució las dalmáticas de los Negritos en sus semanas santas más nuevas. Esas mismas dalmáticas que también paseó con San Benito. La vida marca los caminos. Nunca creas que eres tú el agrimensor que los traza. Porque habiéndose criado en la Puerta Osario, Alberto Gallardo, en vez de tirar para San Román, creció en el entorno de San Roque, Los Negros y San Benito. Los Gitanos no tenían prisas. Correr es de desesperados. Y en su reloj emocional iba marcada la hora exacta en la que los dolores de Angustias los pasearía por Sevilla.
En su currículo figura que trabajó y aprendió a las órdenes de Alfonso Borrero y con Manolo Bejarano 'El Tarila' . Un año estuvo en la academia costalera de Ariza 'El viejo' y el cielo le concedió la gracia de ser costalero del Cristo de la Sangre de San Benito en su primera estación de penitencia. No todos pueden decir que salió de una iglesia con un paso y se recogió con la misma cofradía en otro santuario. Eso lo vivió con La Estrella y con la Esperanza de Triana , otra de sus devociones más intensas. Igual le pasó con las Aguas, de la que guarda una preciosa vivencia. Ya mandaba Gallardo a la gente de abajo. Había enseñado a la primera cuadrilla de costaleros de la niña bonita de Arfe. Los chavales, con más corazón que fuerzas, empezaron a quebrarse a la salida de la Catedral. Gallardo lo vio, se quitó la corbata y la chaqueta y se metió bajo el paso. Fue como el general que pelea junto a sus soldados. La mejor arenga para una cuadrilla que, de vencida, ganó el prestigio de una victoria con el ejemplo de su mano. Alberto siempre fue muy de su gente, un líder para los de la alpargata y el costal. Con el Valle le ocurrió algo parecido. Y se fue para el respiradero delantero y les dijo con su verdad hecha palabra: «No suspirarme, no suspirarme, que me quito la chaqueta y ya estoy ahí abajo con ustedes…» Esa inquebrantable adhesión por los suyos lo forjó un carácter que sabía lo que era el jierro y la leña de un costero. La rosa en el morrillo de Núñez de Herrera . Una de sus últimas salidas como costalero fue con La Mortaja . Al martillo, Alfonso Borrero . Y bajo el paso, ausentes, la cuarta, la quinta y la sexta trabajadera que, Jeromo Borrero 'El Cacha' , se había llevado para Bollullos. Aquel Viernes Santo pasaron las duquelas. No menos fatigas despacharon cuando llevó al Gran Poder la primera vez que pasó por el Postigo. La exigencia del fiscal, por llegar a las ocho en punto a San Lorenzo, les hizo entrar quince minutos antes en el templo.
El hombre que le prestó su mano a Angustias para que paseara el imperial poder romaní de su dolor por la Jerusalén sevillana pudo con casi todo lo que se echó encima y con casi todo lo que mandó con el martillo. Quizás porque, robusto y granítico, formado en la vieja escuela de la lucha libre americana con gente como el Tagua y Benito Galán , estaba sobrado de fibras, músculo y cintura. Fue campeón de Andalucía y recorrió medio mundo como luchador. A la única llave que no supo darle una buena réplica fue a la de su absoluta entrega a la hermandad de Los Gitanos, que lo hizo hermano de honor, capataz honorario y le colocó una placa en la calle Artemisa, donde vivió de niño. Todo eso borró el mal trance de su retirada, forzada por esas cuestiones espinosas de las fías y porfías y las cuestiones de cofradías. Hace unos días, su hija Irene Gallardo nos hacía saber que su padre se recuperaba de un achuchón de años. Lo que se guardó mi prima es que su padre, en la duermevela de los sedantes, creyó oír una dulce voz que le invitaba a dejar el pijama verde del SAS, vestirse de capataz y escucharle decir desde la gloria: «¡Ole los que huelen a canela y clavo…!»
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