Manuel Salinas Milá: el hábito no hace al monje
Su estudio de Jesús del Gran Poder fue un rompeolas de las vanguardias y de los personajes más libérrimos de su tiempo
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Sevilla
Rechazaba los disfraces. Abrazaba el humor y la ironía. Y en su escudo nobiliario de pintor se iluminaba una leyenda que decía: La cultura es la única aristocracia que reconozco. Su estudio de Jesús del Gran Poder fue un rompeolas de las vanguardias y ... de los personajes más libérrimos de su tiempo. El inclasificable Ian Dury pasó para pasar unos días en aquel paraíso de colores, formas y transgresiones. Pero no pudo. Un asistente que Salinas tenía le sirvió un café con sal gorda, en vez de azúcar. Suponemos que de forma involuntaria. Y aquel príncipe del punk, que quiso ser pintor y se quedó en músico y actor de varias películas, hizo las maletas y se fue a un hotel pensando que, quizás, la próxima vez le echarían bolitas de alcanfor.
Les decía que rechazaba los disfraces. Sobre todo, los disfraces de pintores, con sus camisas negras, sus pelos tintados, sus poses presuntamente provocadoras. Una vez me confesó que había una corriente dominante, una especie de nueva religión, que imponía que el pintor debía ser agnóstico, de izquierdas y vestido de artista con gorrito. Pero después bautizaban a sus hijos a escondidas. Salinas nunca se disfrazó. Era elegante como un personaje de Oscar Wilde. Y combinaba a la perfección su camisa Oxford con la impostura de una cerveza en una taberna de serrín con el suelo lleno de cabezas de gambas.
El café con sal gorda que le dieron a Ian Dury debió llevar la glucosa que Salinas echaba en falta en nuestro Museo de Bellas Artes. Eso también me lo confesó una mañana en el bar Giralda mientras lo entrevistaba por la Verónica que le había pintado a la hermandad del Valle. «Hay más glucosa en los pocos anticuarios que nos van quedando que en nuestro Museo», me dijo aquel día. Esa misma glucosa es la que les faltaba a muchos de sus más rancios detractores que, con la osadía que da la ignorancia, le preguntaban: ¿Manolo, aún sigues pintando? Y Manolo se reía o cantaba para dentro el «Resistiré, erguido frente a todo», como rimaba la canción. Lo acosó cierta incomprensión de clase que, por supuesto, hubiese estado encantado de haber asistido a una de aquellas fiestas en su estudio, donde el mismísimo Andy Warhol se hubiera sentido intimidado.
Warhol tenía una factoría de sopas de tomate Campbell y de Marilines de potente tracción sensual. Salinas tuvo en sus años más nuevos un estudio por donde no pasó Calígula porque le cogía muy a contramano en el tiempo. En una de sus entreplantas, ensayó el grupo Goma, con Antoñito Smash con las baquetas, Manolo Imán con sus escalas eléctricas, Pepe el Saxo con tan irresistible instrumento, Germán Rodríguez-Hesles y Alberto Toribio en los teclados y Pepe Lagales al bajo. Fue una de las primeras bandas de jazz-rock que oímos, brevemente, en Sevilla. Y nació a impulsos de una galería dirigida por Salinas llamada M-11.
M-11 estuvo financiada, hasta donde pudo, por Javier Guardiola. Y fue un faro de prestigio para la oscura y difícil noche del arte de aquellos tiempos. Se convirtió en un centro de peregrinación para los apellidos más sonoros de la vanguardia plástica nacional. Según recuerda Lolo Molina allí colgaron su obra pintores como Saura, Equipo Crónica, Millares, Gordillo… Tapies lo requirió por carta pero el espacio cerró por exceso de prestigio y escasez de mercado. Alberto Corazón diseñó la mayor parte de los catálogos.
Estaba orgulloso de haber hecho la mili. Pese a que su capitán le confesó que era el peor soldado que pasó por la compañía. Salina entendió que aquello era un sinfín de experiencias. Gracias a la Montesa Impala con la que iba al cuartel, un cabo de guardia le reveló el secreto para la mili perfecta: préstame la moto. Desde Viriato no se conoce una mili igual
Corazón lo fue de la gran agitación cultural de los ochenta y bombeó la glucosa suficiente que luego se disolvió como un azucarillo con los tiempos que nos esperaban a la vuelta de la esquina. Una mala cabeza, que disfrutó de aquellas fiestas en el estudio de Salinas, sufrió un arrebato y tiró un cenicero lleno de colillas y cenizas por la ventana. Fue a caerle a una señora que recién venía, contentísima, de la peluquería, con un lacado perfecto en su pelo. Salinas tuvo que bajar a la calle, pedir disculpas por el sabotaje y pagarle de su bolsillo a la señora un nuevo arreglo de su arrasada peluquería. Era fino y frío y sin un pelo en la lengua. En cierta ocasión, bajando uno de sus cuadros del estudio, ayudado por Diego Carrasco, un vecino con altísimo grado de acidez en su mala baba, le dijo: «¿Eso es lo que tu pintas? Eso lo hace mi hijo». Y Salinas, sin descomponerse, le respondió: «tu hijo sí, pero tú no».
El estudio de Salinas registra situaciones inverosímiles y visitas de amistades de un artista sin disfraces. Alaska, Almodóvar, Paloma Chamorro, Quico Rivas, Juan Manuel Bonet, Manolo Prado. Ricardo Bofill lo eligió como cicerone de la Sevilla pre Expo y a Daniela Tilken, promotora de arte, a la que conoció en Nueva York, le abrió los ojos al derroche de sensaciones y emociones que provoca la Semana Santa. Salinas la disfrutaba en el silencio de su intocable intimidad. Su sobrino, Tirso Catalán de Ocón, entusiasmado por las revelaciones que le despertaba descubrir México desde un taxi, alertaba a Salinas diciéndole: mira, mira, mira… Manuel, sin abandonar esa frialdad tan sevillana con la que dominaba cualquier situación, le respondió: «aquí cada uno mira lo que quiere…» Salinas quiso ser el pintor que fue. Veía en un cuadro de Tiziano, uno de sus preferidos del barroco, antes el cómo que el qué. Y sobre todo dejó constancia que para ser artista el hábito no hace al monje. Me confesó que tenía pendiente estudiar la Piedad de Van Gogh, ese pintor que los activistas descerebrados, ofenden con puré de patatas. Pero que le resultaba impresionante la Piedad del Baratillo por el Postigo. Tanto paladar lo perdimos un frío día de enero de hace un año.
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