Una historia de Sevilla
Julio César en Sevilla tras la batalla de Munda
El caudillo romano cruzó el Mediterráneo para sofocar la última guerra civil contra los hijos de Pompeyo
La batalla decisiva se libró en Munda, en algún lugar entre Córdoba y Sevilla
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Iniciar sesiónTras la victoria en Ilipa y la fundación de Itálica, la presencia romana transformó por completo el sur de Hispania. Las viejas urbes turdetanas se integraron en una nueva red de poder, administración y comercio que irradiaba desde Roma. Pero aquella misma república que había ... llevado su ley y su forma de vida hasta el Guadalquivir —el Baetis de los antiguos— acabaría devorándose a sí misma. En el siglo I a. C., el poder y la extensión de Roma eran ya tan grandes que no podían ser gobernados desde el Senado del Foro Romano, sino desde los campamentos de sus generales. Uno de ellos —quizá el más célebre de todos—, Julio César, cruzó el Mediterráneo para sofocar la última guerra civil contra los hijos de Pompeyo. La batalla decisiva se libró en Munda, en un lugar entre Córdoba y Sevilla, y su desenlace conduciría al propio César hasta Hispalis, donde, según las crónicas, alzó en el foro la cabeza de Cneo Pompeyo para reprochar a los sevillanos su deslealtad.
De Itálica a la crisis de la República
Cuando Roma fundó Itálica en el 206 a. C., tras la victoria de Escipión sobre los cartagineses en Ilipa, no solo estableció un campamento militar: sembró el primer núcleo de romanidad en el occidente europeo. Desde aquella colina sobre el Guadalquivir comenzó a irradiarse un nuevo modelo de vida, con sus templos, sus leyes y su lengua. La Bética se transformó pronto en una de las provincias más prósperas del Imperio naciente: fértil, romanizada y unida por una red de calzadas que conectaban sus ciudades con el Mediterráneo.
Durante los dos siglos siguientes, Roma consolidó su dominio y convirtió Hispania en fuente esencial de riqueza: aceite, metales, salazones, garum, trigo y soldados. Pero mientras las provincias prosperaban, la República empezó a resquebrajarse. La expansión había creado un poder militar descomunal: los ejércitos ya no respondían al Senado, sino a sus generales. Aquellos caudillos —Mario, Sila, Pompeyo o César— representaban la nueva realidad de una Roma que conquistaba el mundo mientras perdía su equilibrio interno. Había llegado la época de las guerras civiles.
El Senado, dominado por una aristocracia conservadora, intentó mantener su autoridad sobre las legiones y las provincias, pero los generales contaban con algo más poderoso: la lealtad personal de sus soldados. Esa relación, forjada en las campañas, convirtió a los ejércitos en instrumentos políticos. Cada victoria traía consigo botines, clientelas y prestigio, y la gloria militar se transformó en el camino más directo hacia el poder.
En ese contexto emergieron dos hombres destinados a cambiar el rumbo de la historia: Cneo Pompeyo el Grande, el general victorioso en Oriente, y Cayo Julio César, conquistador de las Galias. Ambos simbolizaban el culmen del genio romano y el comienzo de su fractura. La República, que había nacido del equilibrio entre el Senado y el pueblo, se vio atrapada entre sus ambiciones. Cuando Pompeyo y César se enfrentaron, no lo hicieron solo por el control de Roma, sino por la definición misma de su futuro. Hispania, escenario de antiguas victorias romanas, volvería a serlo ahora de su última guerra civil.
El contexto de la guerra civil entre Julio César y Pompeyo
A mediados del siglo I a. C., Roma había alcanzado una dimensión que desbordaba sus propias estructuras políticas. Las conquistas habían llenado de riquezas la ciudad y multiplicado el poder de los ejércitos, pero también habían roto el equilibrio sobre el que se sostenía la República. El Senado, antaño árbitro supremo de la política romana, había quedado reducido a un campo de maniobra para las grandes familias, mientras los generales se convertían en verdaderos caudillos capaces de decidir el destino del Estado.
Entre ellos destacaron dos nombres: Cneo Pompeyo Magno (Pompeyo) y Cayo Julio César. Pompeyo había conquistado Oriente, anexionado Siria y derrotado a los piratas del Mediterráneo, convirtiéndose en el general más prestigioso de su tiempo. César, más joven, había edificado su gloria en la Galia, sometiendo un territorio inmenso desde el Rin hasta el Atlántico. Durante años fueron aliados políticos dentro del llamado Primer Triunvirato, junto a Craso, un pacto que equilibraba poder militar, dinero e influencia senatorial. Pero tras la muerte de Craso en Partia y la desaparición de Julia, hija de César y esposa de Pompeyo, aquel equilibrio se rompió.
El Senado, temeroso del creciente poder de César, exigió que disolviera su ejército en la Galia y regresara a Roma como simple ciudadano. César respondió cruzando el río Rubicón en el invierno del 49 a. C. con sus legiones, pronunciando la frase que pasaría a la historia: alea iacta est, «la suerte está echada». Con aquel gesto desafiaba la autoridad del Senado y declaraba la guerra a Pompeyo.
Pompeyo y los optimates abandonaron Roma por la Vía Apia y marcharon hacia Grecia desde Brundisium (Brindisi) para reunir fuerzas, mientras César aseguraba Italia y se dirigía a Hispania, donde los pompeyanos conservaban poderosas legiones. En pocas semanas conquistó la península tras la victoria de Ilerda (Lérida), imponiendo su clemencia a los vencidos. Luego cruzó al oriente y derrotó a Pompeyo en la famosa batalla de Farsalia (48 a. C.), donde el viejo general fue vencido y huyó a Egipto.
Allí, buscando refugio en la corte del joven faraón Ptolomeo XIII, Pompeyo fue asesinado traicioneramente en la playa de Pelusio por orden de los consejeros del monarca, que pretendían congraciarse con el vencedor. Cuando César llegó a Alejandría y contempló la cabeza cortada de su antiguo rival, lloró de indignación y ordenó rendirle honores funerarios. Durante su estancia en Egipto conoció a Cleopatra VII, hermana del faraón, que logró entrevistarse con él en secreto —según Plutarco, oculta en una alfombra— y selló con César una alianza política y personal de enorme trascendencia.
Tras restablecer el poder de Cleopatra y dejar Egipto pacificado, César se dirigió al norte para sofocar una nueva rebelión en el Ponto, donde el rey Farnaces II, hijo de Mitrídates, se había alzado contra Roma. En apenas cinco días obtuvo una victoria total en la batalla de Zela (47 a. C.), que resumió en tres palabras inmortales: Veni, vidi, vici —«llegué, vi, vencí»—. Aquella campaña relámpago consolidó su fama de estratega invencible antes de regresar a Occidente.
La batalla de Munda
Pero la guerra civil no había terminado. Los seguidores de Pompeyo continuaron la resistencia en África, donde César los derrotó en Tapso (46 a. C.). Aun así, el conflicto encontraría su epílogo en Hispania, cuando los hijos de Pompeyo, Cneo y Sexto, lograron reunir el último ejército republicano. Allí, en la campiña andaluza, César libraría la batalla más dura de su vida: Munda, el último combate de la República.
El escenario se situaba en el corazón de la Bética, entre las actuales provincias de Córdoba y Sevilla, en una zona fértil y ondulada, surcada por el Genil y las antiguas rutas que comunicaban Astigi (Écija), Urso (Osuna) y Corduba (Córdoba). Desde allí los pompeyanos, reforzados por veteranos de África y contingentes locales, habían levantado un ejército de casi trece legiones, apoyado por caballería hispana y tropas mauritanas. Frente a ellos, César disponía de unas ocho legiones, la mayoría curtidas en la Galia, pero agotadas por las campañas incesantes.
El 17 de marzo del 45 a. C., ambos ejércitos se encontraron en las cercanías de un enclave que aparece en las crónicas de la batalla como Munda, entre Córdoba y Sevilla. Los pompeyanos ocuparon una ligera elevación del terreno, lo que les dio ventaja táctica. César, consciente del riesgo, formó sus legiones en la llanura y avanzó en orden cerrado. El combate fue feroz: durante horas, ninguno de los bandos cedió terreno. Según Plutarco, fue la única ocasión en que César temió por su vida; él mismo confesó después que en Munda no había luchado por la victoria, sino por su vida.
La batalla se resolvió cuando la caballería aliada del rey Bogud de Mauritania atacó el campamento enemigo por la retaguardia. Al ver aquel movimiento, Tito Labieno, lugarteniente de los pompeyanos, acudió con parte de sus tropas para defenderlo, provocando una confusión fatal. Muchos creyeron que huía, y el frente pompeyano se quebró. La línea cesariana avanzó cuesta arriba hasta romper la resistencia. En pocas horas, la colina quedó cubierta de cadáveres. Murieron Labieno, Áccio Varo y más de 30.000 pompeyanos, mientras las bajas de César no superaron el millar.
Los supervivientes se refugiaron en Munda, que fue asediada y tomada poco después. Cneo Pompeyo, herido, huyó hacia la costa gaditana, pero fue capturado y ejecutado cerca de Carteia (San Roque). Su cabeza fue enviada a César, que con ella simbolizó el fin de la guerra civil. Solo Sexto Pompeyo logró escapar. La victoria en Munda, obtenida en suelo andaluz, selló el destino de Roma: tras regresar a la capital como dictador vitalicio, César ya no tenía rival. La República, desgarrada por veinte años de guerras internas, moría en la campiña de la antigua Bética, a pocos días de Córdoba y Sevilla.
¿Dónde estaba Munda?
La ubicación de Munda, escenario de la última batalla de Julio César, ha sido debatida durante siglos. Antiguos eruditos la situaron por cercanía etimológica en Monda (Málaga) o incluso en Ronda la Vieja, pero las investigaciones modernas apuntan con solidez hacia la campiña cordobesa.
En 1887, el coronel francés Eugène Stoffel identificó el campo de batalla con los Llanos de Vanda, junto a Montilla, teoría que más tarde reforzó Adolf Schulten y que hoy es la más aceptada. En la zona se han hallado monedas de bronce con la inscripción MVNDA y restos de época republicana, mientras que en Monda o Ronda no existe evidencia arqueológica similar.
Todo indica, por tanto, que el enfrentamiento decisivo entre César y los hijos de Pompeyo tuvo lugar en la campiña de Montilla, un paisaje de colinas suaves que fue, en el 45 a. C., el último campo de batalla de la República romana.
Entrada de Julio César en Hispalis (Sevilla) por la Vía Heraclea
Tras la victoria de Munda, Julio César se dirigió hacia la rica ciudad de Hispalis —la actual Sevilla— para consolidar el control de la Bética y escenificar su triunfo. Las fuentes indican que primero se desplazó hasta Gades (Cádiz), posiblemente para rendir honores en el célebre templo de Hércules Gaditano y resolver asuntos administrativos en la costa, antes de marchar tierra adentro al frente de sus tropas rumbo a Sevilla.
El camino seguido por César fue la antigua Vía Heraclea, una calzada republicana legendaria que conectaba el sureste con el extremo sur de Hispania. Llamada así en honor a Heracles/Hércules, héroe mitológico considerado fundador de Hispalis, esta ruta sería siglos más tarde absorbida por la Vía Augusta, la gran arteria imperial que unía Cádiz con Roma. En tiempos de César, era ya una vía estratégica que articulaba el comercio, el movimiento de tropas y la integración de la provincia en la estructura romana.
La llegada del dictador por esta calzada tuvo tanto un valor práctico como simbólico. Su entrada en Sevilla por la Vía Heraclea evocaba la leyenda fundacional de Hércules y la idea de restaurar la pax romana tras años de guerra civil. El ejército vencedor avanzaba por la misma vía que, según la tradición, había trazado el héroe mítico que abrió las puertas de Occidente llegando a Sevilla.
Las excavaciones arqueológicas realizadas en 2018 en el solar de La Florida, junto a la actual avenida Luis Montoto y muy cerca de la antigua Puerta de Carmona, pudieran haber confirmado con pruebas materiales ese histórico acceso. Bajo la dirección de los arqueólogos Miguel Ángel de Dios y José Manuel Rodríguez Hidalgo, se identificó un tramo de unos cuarenta metros de la antigua Vía Heraclea, datado en la primera mitad del siglo I a. C. —el mismo camino por el que, según las fuentes, entró Julio César en la Sevilla romana tras la batalla de Munda.
César entró probablemente a finales de marzo del 45 a. C. Su llegada fue la de un conquistador, pero también la de un gobernante que venía a «reconciliar» —en sus propios términos— a la ciudad con Roma tras su apoyo a los pompeyanos. Y para ello preparó una escena destinada a no ser olvidada: hizo traer consigo la cabeza cortada de Cneo Pompeyo, el hijo mayor de su enemigo, y la mostró ante la multitud. El mensaje era claro: Roma no olvida las lealtades.
El discurso de César en el foro de Hispalis
Al día siguiente de su llegada a Hispalis, Julio César convocó a los habitantes en el foro de la ciudad. Ante la multitud reunida, el dictador ordenó que se expusiera un trofeo macabro: la cabeza cortada de Cneo Pompeyo, el hijo mayor de Pompeyo el Grande, caído tras la batalla de Munda. Aquella imagen bastaba para recordar a los sevillanos de qué lado habían estado.
Las fuentes antiguas —entre ellas el Bellum Hispaniense— conservan parte del discurso que César pronunció entonces, una de las piezas más duras y reveladoras de toda su carrera. Recordó a los hispalenses los favores que Roma les había concedido: la exención de impuestos, los privilegios comerciales y la protección del Senado. Les reprochó haber olvidado esos beneficios y haberse aliado con los enemigos de la República.
«Vosotros, que conocéis las leyes de los pueblos y el derecho de los ciudadanos romanos —dijo César—, pusisteis las manos como bárbaros sobre los magistrados sagrados. Recibisteis al joven Cneo Pompeyo, fugitivo, y le disteis legiones contra el pueblo romano. ¿Qué creíais? ¿Que destruyéndome a mí quedaríais libres del poder de Roma?»
En su arenga, César contrapuso la lealtad al Estado romano frente a la traición de las provincias. Señaló que, pese a su clemencia, los pueblos hispanos habían vuelto a rebelarse y que su paciencia había llegado al límite. Era un discurso de advertencia, pero también de consolidación: con él sellaba públicamente su dominio sobre la Bética.
Aquella escena debió de ser impresionante. En la gran plaza del foro —posiblemente situada entre la actual Iglesia del Salvador y la Plaza de la Alfalfa—, rodeados de pórticos y columnas, bajo el sol romano de la primavera bética y sobre las losas de tarifa, los soldados custodiaban los estandartes manchados de polvo y sangre, mientras César hablaba ante unos hispalenses que escuchaban en silencio.
Con su discurso en el foro de Hispalis, Julio César cerraba la última página de la guerra civil romana. Desde Sevilla, el conquistador regresaría poco después a Roma para ser proclamado dictador perpetuo, iniciando el proceso que transformaría la República en Imperio y consolidaría a la Bética como una de las provincias más prósperas y fieles del mundo romano fuera de Italia. Poco después, Hispalis vería elevarse su rango jurídico al de Colonia Iulia Romula Hispalis, nombre que incorporaba el de su fundador simbólico y el de su gens Julia.
De esta forma, Julio César, descendiente de la diosa Venus, daría su nombre a la ciudad de Sevilla.
Pero esa es otra historia que contaremos más adelante.
Con la colaboración de la Consejería de Turismo y Andalucía Exterior de la Junta de Andalucía, cofinanciado con Fondos Feder.
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