Una historia de Sevilla
La fundación de Itálica, el origen de quiénes somos
Tras la victoria en la batalla de Ilipa, Romá creó un asentamiento cerca de Spal, la Sevilla cartaginesa, al que dio el nombre de Itálica
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Iniciar sesiónEn la primavera del 206 a. C., el valle del Guadalquivir fue escenario de un combate que cambió la historia. La batalla de Ilipa enfrentó a Publio Cornelio Escipión con las fuerzas cartaginesas de Asdrúbal Giscón y Magón Barca. Allí se decidió ... no solo el dominio de Hispania, sino también el inicio de una transformación que marcaría nuestra identidad. Tras la victoria, Roma asentó a sus veteranos en un enclave elevado cercano a Spal —la Sevilla cartaginesa—, al que dio el nombre de Itálica, en recuerdo de la península de la que procedían sus soldados. Aquella ciudad nacía como la primera fundación romana fuera de Italia y como la semilla de un proceso de romanización que daría forma, poco a poco, a la vida, la lengua y las costumbres de toda una tierra.
La Segunda Guerra Púnica en Hispania
A comienzos del siglo III a. C., el Mediterráneo occidental estaba en manos de dos potencias emergentes que aspiraban a dominarlo todo: Roma y Cartago. Su rivalidad había estallado ya en Sicilia, pero la verdadera partida se jugaría en la Península Ibérica, donde se encontraban las minas de plata, los pueblos íberos y las rutas hacia el Atlántico. Cuando en el 219 a. C. Aníbal Barca atacó Sagunto, aliado de Roma, comenzó la guerra que iba a decidir el equilibrio del mundo antiguo.
La Segunda Guerra Púnica no fue solo la epopeya del cruce de los Alpes o de las grandes batallas en Italia; también tuvo en Hispania un frente decisivo. En el 218 a. C. desembarcaron en Ampurias las primeras legiones romanas. Llegaban con una estrategia clara: avanzar rápido por la costa levantina mientras las armas pesadas y los pertrechos viajaban por mar, para que la infantería pudiera moverse con agilidad y golpear a los cartagineses en varios frentes a la vez. Roma sabía que en Hispania no bastaba con la fuerza militar: había que ganarse a los pueblos indígenas, y muchos íberos y turdetanos se aliaron con los recién llegados.
Tras los desastres iniciales que costaron la vida a los hermanos Escipión, Roma envió en el 210 a. C. a un joven general de apenas veinticinco años: Publio Cornelio Escipión. Su llegada cambió el curso de la guerra. Con audacia conquistó en el 209 a. C. Cartago Nova, el gran puerto cartaginés en el sureste peninsular. Poco después, en Baecula, actual término de Jaén, derrotó a Asdrúbal Barca y le obligó a huir hacia Italia.
El dominio cartaginés se desmoronaba, pero aún quedaba su bastión más fuerte: el valle del Guadalquivir. Allí concentraron sus fuerzas Asdrúbal Giscón y Magón Barca, confiados en que el rico valle del Betis —con sus campiñas fértiles y sus vías de comunicación hacia Gadir— les ofrecía terreno seguro. Escipión entendió que el desenlace de la guerra dependía de ese choque. Si vencía en la Bética, Cartago perdería para siempre Hispania.
La batalla de Ilipa: el fin del dominio cartaginés de Hispania
En la primavera del 206 a. C., en las llanuras del Guadalquivir, se enfrentaron los dos ejércitos que iban a decidir el destino de Hispania. Por un lado, Publio Cornelio Escipión, al frente de unos 45.000 hombres entre legionarios y aliados íberos; por otro, Asdrúbal Giscón y Magón Barca con cerca de 50.000 efectivos cartagineses y tropas hispanas. Era el último intento de Cartago por mantener su dominio en la península.
Los relatos antiguos sitúan la batalla en un lugar llamado Ilipa o Silpia, a orillas del Betis. Tito Livio describe cómo Escipión cambió en el último momento el orden de batalla, situando a las legiones romanas en los flancos y a los aliados en el centro, justo al contrario de lo habitual. Con esta estratagema, logró envolver al enemigo y forzar su retirada precipitada hacia Gadir. Fue un amanecer de astucia y rapidez, en el que Roma mostró su genio militar.
La localización exacta del campo de Ilipa sigue siendo objeto de debate. La tradición más sólida lo identifica con Alcalá del Río -en el llamado Vado de las Estacas-, a orillas del Guadalquivir, por la proximidad al río y la lógica de los movimientos descritos en las fuentes. Sin embargo, Apiano menciona la llanura de Carmona, lo que ha llevado a algunos investigadores a pensar que el enfrentamiento pudo haberse dado allí, o incluso que los relatos transmiten dos fases de la misma campaña. Es posible que la memoria de la batalla haya quedado repartida entre varios enclaves del entorno sevillano, todos ellos estratégicos en las comunicaciones hacia Gadir.
Lo cierto es que, fuera en Alcalá del Río, en Carmona o en ambos lugares, lo que quedó claro fue el resultado: la derrota cartaginesa fue total. Los generales enemigos huyeron a Cádiz y desde allí al norte de África, sus tropas se desbandaron y la Bética pasó a estar bajo control romano. En ese amanecer, el sur de Hispania cambió de manos.
El nacimiento de Itálica
Tras la victoria en Ilipa, Escipión quiso asegurar el control del valle del Guadalquivir. Para ello eligió un promontorio cercano a Spal, probablemente ya habitado por turdetanos, desde donde se dominaba la vega y las rutas hacia el interior. Era un emplazamiento estratégico, próximo al río y a las vías que llevaban a Gadir. Allí asentó a sus veteranos y heridos, fundando un núcleo que, según Apiano, llamó Itálica en recuerdo de Italia, la patria de sus soldados.
El gesto tiene un profundo simbolismo. Igual que muchos siglos después los conquistadores españoles bautizarían a las tierras de México como Nueva España, Escipión quiso trasladar un pedazo de Italia a tierras hispanas. Con ese nombre, Itálica no era solo un campamento militar: era la primera ciudad fundada por Roma fuera de Italia, un punto de partida para la romanización de toda la región.
Conviene, sin embargo, distinguir entre aquella primera Itálica —la Vetus Urbs, que yace bajo el actual caserío de Santiponce— y la ciudad monumental que hoy visitamos. La fundación de Escipión fue un asentamiento modesto, mezcla de campamento romano y poblado indígena, que con el tiempo se convirtió en municipio. Lo que hoy recorre el visitante entre mosaicos, termas y calles empedradas corresponde sobre todo a la Nova Urbs, ampliada y embellecida en el siglo II d. C., en tiempos de Adriano.
De la Itálica de Escipión apenas queda a la vista: se esconde bajo las casas del pueblo actual. La Itálica que vemos en el parque arqueológico es la de los emperadores, planificada con gran monumentalidad y pensada como escaparate de poder. Dos ciudades en una misma colina: la primera -bajo la actual Santiponce-, el germen de Roma en Hispania; la segunda, la culminación del esplendor romano en la Bética con Publio Aelio Adriano.
Itálica y el inicio de la romanización
La presencia de un núcleo estable de veteranos romanos en el corazón del valle del Guadalquivir marcó el inicio de un proceso que transformaría para siempre estas tierras. Desde Itálica se difundieron el latín, el derecho y las instituciones romanas. Allí se asentaron familias itálicas que trajeron consigo no solo armas y disciplina militar, sino también costumbres, modos de vida y un nuevo modelo urbano.
La llegada de los colonos itálicos debió de transformar pronto el paisaje. Aunque en Itálica apenas conservamos restos visibles de esa primera fase, en otros enclaves hispanos como Cástulo, en Jaén, o Numancia, en Soria, sabemos que las viviendas rectangulares de los recién llegados convivieron durante un tiempo con las casas circulares indígenas. Era la imagen de una transición cultural que poco a poco acabaría imponiéndose, hasta dar forma a una nueva sociedad mestiza.
Pronto llegaron también comerciantes (negotiatores) y recaudadores (publicani), atraídos por la riqueza agrícola y minera de la Bética. Desde este primer asentamiento, el sistema romano empezó a extenderse hacia Spal —la futura Hispalis— y otros núcleos de la región. Lo que había comenzado como un campamento para veteranos se convirtió en el germen de la romanización en el sur de Hispania.
Itálica fue mucho más que un campamento de veteranos. Con ella, Roma plantó su primera semilla fuera de Italia. Allí comenzaron a difundirse la lengua, el derecho y las costumbres que acabarían por definir la identidad de la Hispania romana. Desde aquel promontorio cercano al Guadalquivir nació la primera ciudad «italiana» en suelo hispano, como un espejo lejano de la península que le dio nombre.
La ciudad se convirtió en el símbolo de un proceso que nos explica quiénes somos. La mezcla entre indígenas y colonos, entre tradiciones locales y costumbres romanas, dio lugar a una nueva cultura compartida que, con el tiempo, se extendería por toda la península. Y, como si la historia quisiera subrayar ese vínculo, a esa ciudad fundada por Escipión fueron llegando familias procedentes de Italia que, siglos después de aquella fundación, darían al mundo nada menos que a futuros emperadores de Roma. Pero esa es otra historia que contaremos más adelante.
«Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa.
Aquí de Cipión la vencedora…«
Rodrigo Caro
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