El Paseante
La dureza del urbanismo sevillano: plazas sólo de paso, para peatones fuertes o asediadas
Sevilla es una ciudad incómoda para el peatón, que no encuentra dónde descansar
El desprecio por el diseño urbano se pone de manifiesto en la ausencia de mobiliario
Veladores y sillas acosan los espacios libres, que se ven así privatizados de hecho

Es lo más parecido a una guerra sin cuartel que se desarrolla por toda la ciudad. Se lucha en todos los frentes a la vez y las únicas víctimas son civiles, peatones que recorren la ciudad sin encontrar un asiento donde sentarse a tomarse un ... respiro, a conversar o a echar la siesta. A la queja tradicional de que en Sevilla hay muy pocos bancos en la vía pública (también escasean las fuentes de agua potable), en los últimos años se ha unido el asalto combinado de las terrazas de los bares y el temor a que los partisanos del botellón se hagan fuertes para torturar con vocinglería y ruido a los sufridos vecinos en sus propias casas.
Las plazas son el principal campo de batalla de dos formas de entender la ciudad y su función: donde los establecimientos hosteleros ven metros cuadrados por explotar para sacar sus veladores, los ciudadanos añoran espacios libres donde convivir y socializar sin tener que pagar por sentarse un rato al sol (en invierno) o al fresco (en verano). El resultado es una imparable oleada de plazas duras, para los fuertes que nunca se cansan en sus marchas extenuantes por la ciudad, que son en realidad plazas de paso porque nadie puede sentarse en ellas.
Otras veces, son los propios diseños urbanísticos los que condenan los espacios libres a su propia suerte, que suele ser víctima de grafiteros, grupos de vándalos y conductas incívicas que destrozan el material y degradan el ambiente de la zona exigiendo constante reposición del mobiliario y adecentamiento continuo de las fachadas.
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Por lo general, se pueden dividir en cuatro grandes grupos las plazas de Sevilla que precisarían de mejoras para convertirlas en espacios llenos de vida. Primero, las que están limitadas en su diseño porque se asientan sobre aparcamientos subterráneos y no pueden arraigar árboles ni macetones donde crezca la vegetación; segundo, aquellas plazas de las que se eliminaron los bancos, bien por petición vecinal, que no es tan infrecuente como parece, o porque nunca los tuvieron; tercera, aquellas asediadas por terrazas de bares, que codician cada palmo de terreno para sacar ganancia; y por último, las de sólo paso porque no hay donde sentarse y desatienden la función social que deberían tener.



El primer ejemplo es el de la plaza rectangular entre las calles Juan Rabadán e Imaginero Castillo Lastrucci, sobre un gran aparcamiento subterráneo. Cuatro grandes parterres elevados se pensaron para que creciera la vegetación, pero el abandono ha secado las especies que en su día se plantaron y el resultado es un espacio abierto enlosado donde no hay manera de escapar del sol. Un puñadito de bancos de forja (imposibles de utilizar con el calor del verano) completan todo el mobiliario urbano de este hueco en el continuo urbano que duele sólo con mirarlo. Al menos hay un parque infantil con resbaladeras y columpios para que los niños jueguen, aportando algo de vida a un solar yermo.
Otras plazas, de reciente construcción, ni siquiera eso. Es el caso de la plaza dedicada a Hugo Galera Davidson, en la calle Troya en Triana. Es de nueva creación, resultado del retranqueo de la manzana resultante del derribo de la antigua fábrica de hielo de la calle Rodrigo de Triana. Los vecinos han ganado una placita en la que se han plantado tres árboles, se ha colocado farolas, una papelera y un contenedor de vidrio. Es todo cuanto hay a la vista.
Coincide con la plaza de Zurradores, en el barrio de San Bartolomé, en el contenedor de reciclaje de vidrio y en que no hay donde sentarse. La plaza, remodelada con poca fortuna hace varios lustros, está elevada sobre la rasante de la vía pública y defendida con marmolillos del acoso de los vehículos de motor (aunque las motos asaltan la posición con facilidad), pero carece de bancos para el esparcimiento, de manera que resulta un espacio residual, de mero tránsito peatonal.
Algo parecido le ocurre a otras dos barreduelas del Centro, como los jardines junto a la parroquia de San Isidoro que se rotularon en honor de Ismael Yebra o la plaza trasera de la parroquia de San Vicente, dedicada a Teresa Enríquez, la loca del Sacramento. Tienen árboles, vegetación, están en un entorno patrimonial pero carecen de bancos para sentarse y pagan una servidumbre excesiva para el estacionamiento de motocicletas o de paso para los garajes.
Podríamos incluir en esta categoría la plaza del Zurraque, que tiene todo lo que el paseante puede necesitar: árboles con sombra, bancos para descansar y una fuente de agua rumorosa que hace agradable la estancia. Sólo que está un metro bajo cota y la sombra que proyecta el edificio que tiene delante hace que la verdina se acumule en el pavimento, lo que disuade a los posibles usuarios de más edad a aventurarse por temor a resbalones.
Por último, hay que dejar constancia de las plazas asediadas, donde los veladores le han ganado la partida al espacio libre para solaz sin tener que consumir. Hay muchos ejemplos por toda Sevilla, pero aquí dejaremos constancia sólo de dos: el triángulo abierto en la esquina de Ximénez de Enciso con Santa María la Blanca, justo enfrente del Palacio de Altamira, carente de bancos, para que los diferentes establecimientos hosteleros ocupen con sus mesas todo el sitio disponible.
El otro caso de estudio es la plazuela de Santa Ana, con su frondoso laurel en el centro y tres bancos de forja para el solaz del viandante… siempre que no sea la hora de comer o cenar porque entonces se encontrará toda la plaza ocupada por mesas y sillas de los bares aledaños.
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