El oro de los dioses: Pasión por un mineral divino
La leyenda del tiempo
Sevilla tiene una muestra excepcional de ese oro de los dioses, el tesoro del Carambolo, cuyo ajuar fue encontrado en 1958 por unos obreros que hacían una zanja en dicho cerro próximo a Camas
Sevilla
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Iniciar sesiónLos conquistadores españoles no olvidaron jamás cómo un cacique del País del Cóndor, en la laguna colombiana de Guatavita, era espolvoreado de oro en un ritual para acercarlo a la divinidad. Ya en el 4000 a. C. las tumbas de los búlgaros del Neolítico contenías ... artefactos de oro para la vida de ultratumba. La carne de Ra, el dios egipcio, era del mismo preciado metal. Y el dios babilónico Marduk estaba hecho de oro macizo. Júpiter Máximus Óptimus, el vértice supremo de la triada capitolina romana, tenía varias partes de su cuerpo hechas de tan dorado metal. Nerón, el emperador más cinematográfico que dio Roma pensando en Hollywood, acuñó más monedas de oro que ningún otro príncipe imperial latino. Por su parte, Yahvé ordenó a su pueblo elegido, a través de Moisés, que el Arca de la Alianza donde habrían de custodiarse las Tablas de la Ley, debía estar toda recubierta de oro.
También la Grecia clásica no quedó al margen de esta pasión por el oro de los dioses. Así, cuando Hesiodo relate en Los Trabajos y los días el origen de los seres humanos, su primera raza, la que no conocía el trabajo, el dolor o la vejez, tuvo que ser de oro.
De oro eran las manzanas que Gea regaló a Hera con motivo de sus bodas con Zeus y que ésta mandó plantar en su jardín, en las proximidades del monte Atlas, al cuidado de las ninfas del atardecer, las Hespérides, a cuya búsqueda fue enviado Heracles por Euristeo. También era de oro el vellocino que Jasón y sus argonautas fueron a buscar a la Cólquida.
Los griegos eligieron el oro para las dos colosales estatuas de sus más veneradas divinidades, consideradas las obras maestras de Fidias: el Zeus de Olimpia y la Atenea Parthenos de Atenas, ambas labradas en oro y marfil. El oro es el metal de los dioses.
La prueba real de la perdurabilidad y de la victoria sobre lo caduco y la muerte. Apoderarse de él no significa exclusivamente ser más rico. Significaba contagiarse de la eternidad divina. La cámara funeraria de las tumbas faraónicas, residencia para la eternidad, era conocida como Casa del Oro, y si Tutankamón, tras ser momificado, dignificó su rostro con una máscara de oro maciza no fue por hacerlo el muerto más rico de las pirámides, sino para reconocerle su dimensión divina y, consecuentemente, inmortal.
Con el tiempo, el oro añadiría a su condición de metal de los dioses, otra función más terrenal y persuasiva: su poder económico. Se convirtió en moneda para servir de intercambio de bienes y servicios. Fue tal la pasión de los hombres por buscarlo, robarlo y atesorarlo que, el magnífico e intratable poeta del siglo de Oro, don Francisco de Quevedo y Villegas lo describió así: «Madre, yo al oro me humillo/ él es mi amante y mi amado/ pues de puro enamorado/anda continuo amarillo…» Quevedo, hombre cultísimo, conocía el valor divino del oro, al que se postraba y humillaba, rindiéndole culto y fe como a un dios antiguo.
Cuando faltaba o escaseaba tan inmortal mineral, los estados y sociedades más pujantes se resentían. Disminuían el boato de la corte, el poder de los ejércitos, la construcción de templos y edificios públicos, menguaban las joyas de la corona y se contraían las transacciones comerciales que globalizaron el mundo.
Hubo un periodo en la Europa occidental, tras la caída del imperio de Roma y las invasiones germánicas, que escaseó tanto el oro que el poco que circulaba se perdía, además, en dirección a Bizancio, puerta del comercio con Oriente y heredero espiritual del imperio que forjó la Roma eterna.
Podría decirse que, durante este tiempo, Europa vivió una edad de plomo, con sus antiguas minas agotadas y una crisis económica tan brutal que las lóbregas callejuelas de la Europa alto medieval estaban transitadas por la mendicidad y las epidemias más abrasivas de peste y lepra.
Al sur
Para encontrar el brillo divino del oro de los dioses había que mirar desde París, Londres, Brujas o Siena, al sur. Al mundo andalusí y africano del oro de la cuenca del Níger que hará posible la pujanza de ciudades como Córdoba, Sevilla, Granada, Marraquech, Rabat, Fez… No es una novedad el hecho de que, durante las invasiones vikingas de Inglaterra, el tráfico de esclavos ingleses, no evitaba utilizar la moneda acuñada en la Córdoba andalusí para su pago o rescate.
El carácter originariamente divino del oro jamás se perdió, pese a que su versión económica y financiera lograra imponerse tras la desaparición del paganismo. No obstante, como un eco de su pasado eterno, perpetuó la magia de su gracia en el culto cristiano.
Para volver a reencontrarse con los hombres en la fe de los altares de las catedrales, en las joyas suntuosas de los templos, en las obras de arte empleadas en su liturgia. La Catedral de Sevilla, por poner un cercano ejemplo, es una referencia óptima de lo que hablamos.
Basta mirar cualquiera de sus altares para ver el uso divino del oro en su apogeo americano. Pero me gustaría subrayar, por su poder de evocación precristiana, los vasos y platos de oro que donó en el siglo XVIII el arzobispo Vizarrón, hoy en la Sacristía Mayor, que no hubieran desentonado en ningún tesoro de un templo dedicado a Júpiter.
Por una u otra razón, el oro, el metal de los dioses, por su perdurabilidad e incorruptibilidad, siguen moviendo la fe y la codicia de los hombres, la primera locura de la humanidad como la definió Plinio el Viejo, para que Quevedo lo escribiera bien clarito; Madre, yo a el oro me humillo…
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