Una historia de sevilla
Astarté, la Macarena de los primeros sevillanos
Nació Ispal en un entorno lacustre-marítimo como emporio comercial de los cananeos o fenicios a nuestras orillas. Este pueblo oriental no solo trajo comercio, sino también sus divinidades ancestrales
Nace Ispal: los fenicios llegan a nuestras costas
Sevilla, la isla de Hércules
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Iniciar sesiónDesde Tiro, Biblos y Sidón llegó a Sevilla Astarté, diosa de la fecundidad, la guerra y los astros. En la loma del Aljarafe levantaron su templo. Y durante siglos fue ella —Astarté— la Señora que recibía las plegarias de aquellas gentes que habitaban Ispal, ... la Macarena de los primeros sevillanos.
Astarté fue una de las grandes diosas vírgenes del Mediterráneo oriental. De raíces cananeas, su figura reinaba sobre la fertilidad, la sexualidad sagrada, el amor, la guerra y los ciclos de la luna. Su influencia se extendía desde Siria y Fenicia hasta las islas griegas y el norte de África. Los navegantes fenicios la veneraban como patrona de la navegación y de la vida, como dadora de poder y símbolo del principio femenino universal. Esa devoción cruzó el mar con ellos, y al llegar a nuestras costas, levantaron un templo en su honor en la loma del Carambolo —la actual Camas— consagrando así su culto en las tierras donde nacería Sevilla.
El Templo de Astarté del Carambolo (Camas)
En la loma del Carambolo, en la actual Camas, se alzó un santuario que fue uno de los epicentros rituales más importantes del suroeste peninsular durante el primer milenio a. C. Allí, a pocos metros del cauce del Guadalquivir, los fenicios erigieron un espacio sagrado consagrado a sus divinidades orientales, entre ellas Astarté, la gran diosa madre.
Las excavaciones han revelado los restos de una auténtica capilla orientalizante con altar, escaleras ceremoniales, suelos decorados ajedrezados y zonas claramente delimitadas para la actividad ritual. Uno de los hallazgos más significativos es un pavimento de guijarros cuidadosamente ordenados y un suelo de conchas marinas: un elemento simbólico vinculado desde antiguo a la feminidad, la fertilidad y los ciclos lunares. En muchas culturas mediterráneas, la concha —como matriz de vida marina— era emblema de la diosa madre, y su uso en el santuario del Carambolo subraya el carácter femenino del culto.
Junto a ello, los arqueólogos hallaron también un pavimento con forma de piel de toro extendida, una figura cargada de simbolismo ritual. Este motivo, presente también en santuarios del Mediterráneo oriental, representa el sacrificio fundacional y la energía vital del animal totémico. Curiosamente, su huella simbólica ha perdurado en Sevilla hasta nuestros días: la forma de piel de toro sigue presente en algunos estandartes procesionales, incluso en la forma de algunos pasos de cristo de la Semana Santa, como un eco lejano de aquellos ritos arcaicos.
El templo del Carambolo no era solo un lugar de culto, sino un auténtico centro de poder simbólico que articulaba la relación entre lo divino, el territorio y la comunidad. Allí, hace 2.600 años, los primeros sevillanos alzaban su mirada —y sus ofrendas— a una Señora venida del este: Astarté. El templo se podía ver en todo momento navegando desde Ispal encima de lo que hoy es el Carambolo y se trata de uno de los templos más antiguos hallados en el Occidente europeo. Hoy en día el templo está hormigonado para evitar expolios y a la espera de que de una vez por todas se ponga en valor por parte de las administraciones para el conocimiento y disfrute del público tras años de absoluto abandono.
El hallazgo del Tesoro del Carambolo
El 30 de septiembre de 1958, en plena loma del Carambolo, un obrero llamado Alonso Hinojo del Pino descubría por casualidad una pulsera de oro mientras trabajaba en unas obras de ampliación de la Sociedad de Tiro de Pichón. Lo que parecía un objeto aislado resultó ser el inicio de uno de los descubrimientos arqueológicos más impresionantes del siglo XX en la Península Ibérica: el Tesoro del Carambolo.
A escasos centímetros de profundidad y sin ajuar funerario asociado, fueron apareciendo una a una 21 piezas de oro de altísima pureza: brazaletes, placas pectorales, collares y botones. Un conjunto de más de dos kilos de oro trabajado con exquisita técnica, que pronto despertó el interés de los arqueólogos, los historiadores… y del imaginario popular. El profesor Juan de la Mata Carriazo definió el hallazgo como «un tesoro digno de Argantonio» (legendario rey de Tartessos).
Desde su descubrimiento, el tesoro ha sido objeto de múltiples interpretaciones. Durante años se debatió si su autoría era fenicia, tartésica o el resultado de un contexto mestizo. Hoy, buena parte de la comunidad científica coincide en su carácter orientalizante: piezas elaboradas probablemente en talleres locales bajo fuerte influencia fenicia. La ornamentación es sobria, simétrica y profundamente ritual.
Una de las teorías más sugerentes propone que el tesoro no era un alijo escondido, sino un conjunto ceremonial vinculado al propio santuario del Carambolo. Podría tratarse del ajuar litúrgico de un sacerdote —o de un personaje de alto rango sacralizado— que oficiaba sacrificios en honor a Astarté. Los brazaletes, las placas y los collares serían adornos empleados durante los ritos, asociados a sacrificios y procesiones.
De hecho, los pectorales perforados en forma de placas han sido interpretados por algunos estudiosos como posibles frontiles rituales para los bueyes sagrados, los mismos que habrían tirado del carro de la diosa durante sus ceremonias. Y aquí el paralelismo no puede ser más fascinante: los bueyes del Rocío, en la devoción popular andaluza, portan frontiles bordados en oro que recuerdan, como otro eco presente en nuestro tiempo, a aquellas placas del siglo VIII a. C. La imagen de animales engalanados para llevar sobre sus lomos a una Señora sagrada nos remite, sin ruptura, a un arquetipo que pervive en el alma ritual de Andalucía desde hace milenios.
En el Museo Arqueológico de Sevilla -hoy en obras- se conserva una de las piezas más conmovedoras de nuestro pasado más remoto: una pequeña estatuilla de bronce que representa a Astarté, la gran diosa oriental. Aparecida en el entorno del cerro del Carambolo, se trata de una figura femenina sedente, desnuda, de estilo egipcio-saita, con largos tirabuzones cayendo sobre los hombros y los ojos almendrados que delatan su origen oriental. Le falta el brazo izquierdo y parte del derecho, y su superficie aparece cubierta por una pátina verdosa, testigo del paso de los siglos.
La figura se sienta sobre un pequeño escabel que guarda un valiosísimo tesoro: una inscripción en lengua fenicia, grabada en la base, que constituye la escritura más antigua conservada en Occidente. En ella se puede leer:
«Este trono hicieron Ba'lyaton, hijo de Dommilk, y Abdba'al, hijo de Dommilk, hijo de Ysh'al, para Astarté de la Gruta, nuestra Señora, porque ha escuchado la voz de sus palabras.»
Es decir: una ofrenda votiva que dos hermanos hacen a la diosa en agradecimiento, tal vez por un favor recibido, una protección concedida o un viaje concluido con éxito. La estatuilla es, en sí misma, una plegaria fundida en bronce.
La datación nos lleva al siglo VIII a. C., y el lugar es el Carambolo: el espacio sagrado fenicio en las afueras de lo que entonces era Ispal. Allí, durante siglos, se rindió culto a Astarté como protectora de marinos, pueblos y comerciantes. Su imagen, directa y hierática, presidía un universo simbólico que unía Oriente y Occidente, dioses y hombres.
La arqueología nos revela que esta diosa no siempre se representaba en forma humana: muchas veces era tan solo una roseta, una flor de loto o incluso una estrella de cinco o seis puntas. En el Tesoro del Carambolo aparece su símbolo entre los cuerpos esféricos de Baal, su contraparte masculina. Astarté también fue la estrella Venus, guía de los navegantes fenicios, y por tanto luz de los caminos.
Esta figura sevillana se convierte así en pieza clave para el estudio de las religiones del Mediterráneo. Su inscripción es una de las primeras oraciones escritas de la Península. Su gesto frontal, su postura solemne y su condición de Señora del lugar evocan otras mujeres sagradas que, siglos más tarde, serían también protectoras del pueblo. Porque esta Astarté del Carambolo, sentada sobre un trono con palabras, fue la primera que escuchó las plegarias de Sevilla.
La estatuilla de Astarté del Carambolo nos recuerda que Sevilla lleva casi tres mil años hablando con una imagen femenina sagrada. Su arquetipo de diosa femenina, protectora y dadora de vida. Antes fue una diosa oriental. Hoy es una Virgen. Pero el vínculo es el mismo: mirarla, hablarle, reconocerla.
Y hoy, como en aquella noche de los tiempos de hace 2.600 años, cuando los hijos de Dommilk —Ba'lyaton y Abdba'al— acudían al templo de Astarté a dar gracias, los sevillanos de ahora siguen acudiendo a su templo, a su camarín, a su paso, para decirle lo mismo: «Tú eres nuestra Señora».
Y cuando esa Señora cambia y ya no se reconoce, la ciudad se inquieta, se revuelve, responde. Porque lo sagrado no se toca sin que algo se mueva. Ni ayer, ni hoy.
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