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El Tratado de Versalles de 1919

Las semillas de la catástrofe

La destrucción de la legitimidad milenaria dejó el camino abierto a los demagogos

Las semillas de la catástrofe aRCHIVO

ramón pérez-maura

Ernest Gombrich citaba en su «A Little History of the World» (Yale University Press, Londres, 2008) a un monje budista que se hacía una pregunta sin fácil respuesta: ¿Por qué si alguien dice que él es el hombre más listo, el más fuerte el más valiente o el más dotado se piensa de él que es ridículo, pero si dice lo mismo de su pueblo - «somos los más listos, los más fuertes, los más valientes y los más dotados» es aclamado por buena parte de sus paisanos que lo definen como un patriota? Pues no hay nada de patriotismo en ello. Se puede sentir pasión por la patria sin necesidad de insistir en que el resto de los habitantes del mundo son peores. Pero como ese sentimiento estúpido se fue asentando, la amenaza a la paz fue creciendo. Y cuando la crisis económica condenó a ingentes números de personas al paro, la guerra se convirtió en el remedio más simple. Los desempleados serían soldados o trabajarían en la industria de armamento y así los odiosos tratados de Versalles y Saint Germain serían eliminados.

Francisco Eguiagaray explicó bien (ABC, 28-6-1994) el Tratado de Versalles firmado el 28 de junio de 1919: «Las peores injusticias y consecuencias del Tratado de Versalles no están en el despojo de unas colonias que tarde o temprano iban a perderse, ni siquiera en la atribución arbitraria de territorios y poblaciones que deseaban permanecer en el Reich, sino en la desmoralización de todo el pueblo —mejor los pueblos, porque se trata de grupos muy diversos: prusianos, renanos, sajones, suavos, bávaros, etcétera— alemán, desmoralización que abrió el camino a la demagogia hitleriana.» Porque «más aún que la desesperación económica, fue la abrupta y violenta ruptura de los esquemas de convivencia política y civil tradicionales lo que dejó a los pueblos alemanes presa inerme de la demagogia.

La forzada abdicación del Kaiser y de todas las dinastías reinantes en los diversos países del Reich, la destrucción de todo el sistema aristocrático de milenaria tradición, unido a un serio intento de bolchevizar Alemania, tuvo consecuencias paralelas a las de la Revolución y el Terror en Francia hasta la llegada de Napoleón (…) La destrucción sistemática de esa legitimidad milenaria, en lugar de buscar una transición o reforma progresiva y progresista, dejó el camino abierto a los aventureros con talento demagógico como Hitler, que en un sistema de legitimidades consolidadas jamás hubieran podido salir de sus tristes e histéricas peroratas abstemias -Hitler era rigurosamente abstemio- en las cervecerías».

Anthony Beevor en su monumental «The Second World War» (Backbay Books, Londres, 2012) recuerda que la mayoría de los sistemas parlamentarios que surgieron del colapso de los tres imperios continentales en 1918, fueron derrocadas por su incapacidad para afrontar la convulsión social. Y las minorías étnicas, que habían disfrutado de una paz razonable en los regímenes imperiales se enfrentaban ahora a las doctrinas de la pureza nacional. «En esta era colectivista, las soluciones violentas parecían supremamente heroicas a intelectuales de izquierda y derecha. Así como a los antiguos soldados amargados de la Primera Guerra Mundial .

Orden natural

Enfrentados al desastre financiero, el estado autoritario de repente parecía ser el orden moderno natural en la mayor parte de Europa y una respuesta al caos de los enfrentamientos de facciones». Y ahí se coló Hitler que quería para Alemania incluso más de lo que había perdido en Versalles. Buscaba un «Lebensraum» que abarcara toda Europa Central y Rusia hasta el Volga.

Puso sus ideas por escrito en «Mein Kampf», libro publicado en 1925-1926, pero que empezó a tener una difusión masiva en con su llegada al poder en enero de 1933. Otto de Habsburgo, que leyó el libro en 1932 sostenía que «hasta su estilo literario era malo, pero denotaba que su autor llegaría al poder.» Benito Mussolini describió «Mein Kampf» como «un tomo aburrido que nunca he sido capaz de leer» y sus ideas como «poco más que clichés». Pero su lectura fue pronto obligatoria entre los escolares alemanes. Muy pocos se atrevieron a plantar cara a Hitler.

Destaca el caso de Neville Chamberlain, un antiguo alcalde de Birmingham, que sentía pavor a la guerra y al que le importaba bien poco que Hitler anexionara territorios a su alrededor. Como diría el gran Duff Cooper después de dimitir como ministro de la Guerra en 1937 tras la cesión de los Sedetes a Hitler: «Chamberlain nunca había conocido a nadie en Birmingham que se pareciera ni remotamente a Adolf Hitler (…) Nadie en Birmingham le había incumplido nunca una promesa al alcalde». Pero también había gentes de simpatía izquierdista que eran reticentes a enfrentarse a Hitler. Es posible que si Gran Bretaña y Francia hubieran plantado cara a Alemania en el otoño de 1938, las cosas hubieran sido diferentes. Pero lo cierto es que ni el pueblo francés ni el británico estaban preparados para la guerra porque habían sido desinformados por su clase política y su Prensa. Y quien se atreviera a decir otra cosa era presentado, simplemente, como un guerrerista. Y ese fue el caso de Winston Churchill, tantos años descalificado por decir la verdad.

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