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Los riesgos de los naturalistas

Colección de insectos del Museo Nacional de Ciencias Naturales. Javier Prieto

Estos días es noticia la presunta relación de varios casos de cáncer, habidos entre el personal de la Sección de Entomología del Museo Nacional de Ciencias Naturales, y el uso del conservante de colecciones denominado nitrobenceno. Hace diez años que no se utiliza esta sustancia, pero una información publicada en la sección de Sociedad de ABC el día 26, recoge la sospecha de que la prolongada utilización de aquel producto pudo tener consecuencias a largo plazo, mencionándose seis fallecimientos por cáncer.

Creo interesante comentar algunos aspectos, que pueden completar esa amplia información, toda vez que soy el más antiguo de los entomólogos del Museo, estoy familiarizado con los métodos de muchas instituciones similares del mundo y hace cerca de 50 años que trabajo con muy diversas sustancias químicas de riesgo, entre ellas el nitrobenceno.

Cabe examinar tres aspectos: la peligrosidad de las actuaciones, la comparación del Museo con otros Centros y posibles correcciones futuras. Los naturalistas han tenido siempre fama de longevos. La vida en plena naturaleza, en los de campo, o las prolongadas estancias en los laboratorios cuando el trabajo es de gabinete, no han solido hacer distingos en la salud de la mayoría de los estudiosos de las rocas, las plantas o los animales. Sin embargo, no sólo los entomólogos han estado en contacto frecuente con sustancias químicas tóxicas, y aunque muy brevemente, recordaré que los museos conservan sus colecciones de pieles con naftalina, paradiclorobenceno, nitrobenceno y similares; lo mismo sucede con los animales disecados, ya que los taxidermistas tradicionalmente han usado compuestos de arsénico en su montaje y en el exterior los anteriores insecticidas. Los ejemplares en líquidos conservantes están en formaldehído, metanol o etanol; para el moho se usa el ácido fénico. Los botánicos de antiguo han envenenado sus colecciones de plantas, o herbarios, con sublimado corrosivo.

Para el lector ajeno a estos temas, añadiré que los entomólogos utilizaron durante muchos años, y algunos todavía siguen haciéndolo, frascos de caza con cianuro potásico, mientras que habitualmente se emplea el acetato de etilo, el éter sulfúrico y el benceno, éste último considerado un carcinógeno causante de leucemia mielógena. No significa esto que haya que infravalorar los riesgos de tales usos. Hay más de cien clases de cáncer y en la mayoría de ellos se sabe que los factores ambientales ocasionan o facilitan su aparición. Es importante tener en cuenta el valor asociativo, o sinérgico, de la acción de varias sustancias difundidas en el ambiente. Por ejemplo, la inhalación activa o pasiva del humo de tabaco ocasiona en España, y en el mundo, más de un tercio de la mortalidad anual, en cánceres tan diversos como de pulmón, vejiga, colon y leucemia. Este factor potencia notablemente el riesgo de la inhalación de sustancias tóxicas, como es el nitrobenceno. Por otra parte, además del cáncer hay muchas enfermedades más o menos peligrosas, causadas por sustancias químicas usuales en los museos, desde reducción de la inmunidad natural (que abre paso a cualquier grave enfermedad), a cirrosis, alergias, anemias o depresión. Examinemos el nitrobenceno. Es bien sabido que esta sustancia, también denominada esencia de mirbana, es tóxica por inhalación o contacto, y hace muchos años que se considera cancerígena. Su penetrante y característico olor, que recuerda a las almendras amargas, es tan persistente que se conserva años enteros e impregna muebles, ropas y cuanto haya en sus proximidades. Muchos se preguntarán por qué se utilizó tantos años (desde principios de siglo). La respuesta es que las colecciones entomológicas, como los animales disecados en general, son fácilmente destruidos por larvas de antrenos y otros insectos, contra los cuales el nitrobenceno es muy eficaz, económico y de fácil manejo, superando posibles sustitutos. Antes se emplearon el alcanfor y la naftalina, que no son insecticidas sino repelentes y además deben renovarse con frecuencia.

Modernamente se han sustituido por DDT en polvo, paradiclorobenceno en pastillas, diclorvos en tiras (como la popular Vapona), metilcarbamatos pulverizados o sobre papel (el conocido Baygon), etc., que generalmente deben ser reemplazados un par de veces al año; tienen la ventaja de ser inodoros pero son tóxicos, y la persistencia de sus residuos hace que algunos sean muy peligrosos. Así pues, la conservación de las colecciones requiere el empleo de insecticidas no sólo de laboriosa renovación, como es el caso del Museo de Historia Natural, que posee más de 40.000 cajas de insectos, sino además de una toxicidad difícil de evitar.

Evidentemente, los visitantes del Museo no tienen nada que temer. En primer lugar, las colecciones que se exhiben al público no tienen insecticidas o están en dosis inofensivas, cuando no encerrados en vitrinas que los aíslan. Incluso el acceso a las salas de colecciones de estudio carece de peligro porque, de haberlo, es a largo plazo. En cuanto al personal del Centro (investigadores, conservadores, ayudantes), puede tener un riesgo, dada la enorme extensión de las colecciones y la continuidad con la que se manejan, sobre todo cuando hay que renovar uno por uno los insecticidas de cada caja. El uso de los extractores de aire de las salas, el empleo de guantes y mascarillas, otras normas de higiene y la aireación frecuente de las salas, pueden reducir considerablemente cualquier peligro. La desinsectación previa de todo el material que se introduzca en las colecciones puede simplificar el proceso.

Por ello debe ser constante la colaboración entre el personal investigador y el conservador. Pero el caso del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid no es único. Todas las grandes colecciones del mundo tienen el mismo problema de preservación, falta de personal para el cuidado periódico y riesgo de toxicidad de los conservantes. Durante muchos años el Museo Real de Estocolmo esparcía en el fondo de las cajas polvos de DDT, pero eran de difícil sustitución al quedar inertes. El Museo Nacional de París empleó muchos años nitrobenceno, hasta que la falta de personal impidió su renovación durante mucho tiempo; se confiaba en la impregnación de las cajas antiguas para su conservación, renovándose el insecticida en las nuevas cajas. Otros museos se contentan con proveer de insecticida (nitrobenceno, DDT u otros) un recipiente en cada armario. Como anécdota señalaré que en cierta colección-museo regional española comprobé que el fortísimo olor que se percibía era debido al uso de pocillos de nitrobenceno, en cada caja, adicionado con la cuarta parte de creosota. Este aceite, muy cancerígeno, es de tan fuerte y desagradable olor, persistente durante años aunque manche ligeramente un lugar, que como repelente se ha utilizado únicamente en pequeñísimas dosis diluidas en gran cantidad de nitrobenceno; pero mis colegas pensaban asegurar la conservación de sus insectos, sin advertir el grave riesgo que corrían. Al comentar estas circunstancias corrigieron, por suerte, el método tan arriesgado que seguían.

Vemos pues, que posiblemente los riesgos que corremos no sean tan dramáticos como podría parecer, y por otra parte es inevitable una prudente peligrosidad de algunas de nuestras actuaciones. El estudio de mejores soluciones es aconsejable y entre ellas muchos pensamos en la conveniencia de ampliación de las salas de colecciones, en un edificio anejo pero no unido a los laboratorios de investigación, que permitiera disponer de espacio para exhibición de nuestros riquísimos fondos, hoy inaccesibles para el público, y separar claramente las colecciones de investigación de los despachos de trabajo. Sin olvidar el uso de insecticidas lo más inofensivos posible para el ser humano.

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