“Esta ensalada sabe a mar”, “este bizcocho me sabe a mi infancia” o “estas setas saben a tierra”. Seguramente muchos de nosotros hayamos atribuido lugares, personas, recuerdos o cosas al sabor de un alimento o de una comida. En realidad ningún alimento sabe a ninguna de estas cosas, pero sí hay una explicación científica que relaciona nuestra forma de conocer los alimentos y el conocimiento de las demás cosas. Harold McGee, escritor estadounidense, químico y experto en gastronomía, considerado como uno de los más importantes divulgadores de la ciencia culinaria ha escrito e investigado sobre ello.
Tras explora la ciencia detrás de los procesos culinarios y cómo los ingredientes se comportan en diferentes preparaciones y cocciones en su libro “On Food and Cooking”, McGee se adentra en el universo del olfato, ya que este es uno de los sentidos más importantes para nuestra experiencia culinaria. En su posterior libro “Nose Dive”, Harold McGee nos lleva a través de un fascinante viaje a descubrir cómo funciona el olfato y cómo afecta a nuestra percepción de los sabores.

El gusto y el olfato juntos
Si creemos que los sentidos del gusto y del olfato están separados, nos equivocamos. Las percepciones olfativas que recibimos de los alimentos influyen directamente en cómo los saboreamos. Por eso en muchas degustaciones o catas se nos pide jugar con nuestro olfato cerrando o abriendo la nariz para experimentar los matices que nos aporta el olfato en tal o cual alimento.
En Nose Dive, McGee explica precisamente esto, que la mayoría de los sabores que percibimos en los alimentos provienen de los olores que se desprenden de ellos. En palabras suyas: “el olfato es un sentido muy interesante, quizá el más interesante, porque es nuestro contacto más íntimo y directo con el mundo exterior”. E es que, cuando comemos, los aromas de los alimentos se liberan y son detectados por nuestro olfato, lo que nos permite saborear y disfrutar de la comida o, por el contrario, generar una sensación de rechazo. De hecho, se estima que el 80% de lo que percibimos como sabor proviene de nuestro sentido del olfato, mientras que sólo el 20% restante proviene de nuestras papilas gustativas. Por lo tanto, la calidad de nuestro olfato es fundamental para nuestra experiencia culinaria.
Todos hemos dicho alguna vez “este queso huele a pies”. Pero yendo más allá, ¿sabíamos que el parmesano puede oler a piña, que el té verde huele a orilla del mar y que las cervezas belgas comparten aroma con las tiritas y los establos de caballos? Es lo que McGee ha llamado “osmocosmos”, el vasto universo de aromas que flotan más allá de la cocina y que perfuman los pantanos, el espacio exterior, los océanos, los humanos y hasta el Big Bang. Y es que, el olfato, afirma McGee, “nos permite acceder a las cosas que nos rodean, también a las invisibles e inaudibles”.

A principios de la década de 2000, los investigadores descubrieron los receptores olfativos y gustativos humanos, unas proteínas que se unen a las partículas de los alimentos y las bebidas y transmiten información sobre esas sustancias a nuestro cerebro. “Había llegado el momento de escribir un libro sobre el sabor”, afirma McGee. “Y ésa era mi intención inicial”.
El sabor es esencialmente el gusto más el olfato, dijo McGee. Pero cuando empezó a investigar los sabores, se dio cuenta de que, aunque la lengua humana puede registrar alrededor de una docena de sabores diferentes, la nariz puede captar cientos de olores. Así que no pudo concluir más que es con el olfato como obtenemos la tremenda diversidad de sabores.
Así que McGee se lanzó a explorar el osmocosmos y descubrió que los aromas son complejas combinaciones de moléculas. El olor que registramos como “manzana”, por ejemplo, es un conjunto de moléculas lo bastante pequeñas como para desprenderse de una manzana, flotar en el aire y llegar a una fosa nasal. Una vez dentro, los receptores olfativos se aferran a esas moléculas para realizar un trabajo de detective químico, por así decir, antes de devolverlas al mundo.

¿Qué nos dice la naturaleza de lo que estamos oliendo?
Pero, ¿por qué? quería saber McGee. ¿Y qué nos dice ese trabajo de detective molecular sobre la naturaleza de lo que estamos oliendo? Para hallar una respuesta, se remontó al Big Bang y a los primeros olores primigenios de la Tierra, muchos de los cuales siguen rondando por el ambiente. Según McGee, los radiotelescopios pueden detectar estas moléculas, que incluyen ésteres (compuestos aromáticos que a veces huelen a frambuesa), sulfuro de hidrógeno (huevos cocidos o vegetación en descomposición) y ozono (el aire después de una tormenta eléctrica).
A continuación, McGee examinó la explosión de olores que llegó con la vida en la Tierra, incluidos los microbios, los hongos, las plantas y, finalmente, los animales. De todos ellos, los mejores con diferencia son las plantas, ya que éstas aprovechan las moléculas volátiles –esas que llegan a nuestro olfato- para repeler a los depredadores, atraer a los polinizadores y comunicarse con otras plantas.
Hoy en día, los humanos también aprovechamos estas moléculas. Pero, a diferencia de las plantas, a menudo manipulamos los olores por placer, no para protegernos, elaborando recetas, perfumes e inciensos para excitar nuestro olfato. En Japón, explica McGee, existe una práctica llamada “el camino del incienso”, también conocida como “escuchar el incienso”, en la que la gente trata de sentir la fragancia más allá de la nariz, algo parecido a concentrarse o pensar en un sonido en lugar de simplemente oírlo.
Volviendo al parmesano y la piña, McGee explicó por qué elementos aparentemente dispares, como el parmesano y la piña, o las ostras y los pepinos, pueden compartir matices: como los olores son combinaciones complejas de moléculas, algunos aparecen en múltiples fórmulas. Pero aún hay mucho que desconocemos, por ejemplo, por qué los olores provocan determinadas reacciones en los seres humanos, reacciones que pueden variar desde el placer intenso a las náuseas, según el ser humano que las huela.

En el pasado, los olores podían ser más útiles para detectar a un león escondido en la hierba o un alimento venenoso, por ejemplo, pero los humanos modernos tienden a asociar los olores con la infancia, los viajes y la familia, explica McGee. Otros animales tienen sus propios universos olfativos, que suelen utilizar para identificar oportunidades y amenazas en su entorno. Aunque nuestro sentido olfativo esté menos desarrollado que el de los animales, todavía podemos detectar peligros, como el humo, las fugas de gas o la comida podrida.
Pero no creamos que el osmocosmos es un catálogo cerrado de los olores de las cosas que ya existen. McGee propone que con la inteligencia artificial, los científicos pueden construir moléculas que aún no existen en la naturaleza. Los ordenadores pueden incluso deducir a qué podrían oler. Así que, sí, el osmocosmos crecerá y hay olores del mundo que aún no hemos percibido.
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