'La última llamada': desgranando el poder en cuatro presidentes del Gobierno
Felipe González, José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy son protagonistas de la última serie documental de Movistar+ en la que se pretende mostrar lo que se puede sobre quienes ostentaron el máximo cargo y las llaves del país
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Cartel promocional de 'La última llamada', que se estrena este 16 de octubre.
En realidad, no estamos ante un documental sino ante una metáfora del poder perdido. Y lo que se nos propone es un 'flashback' coral, que es un tipo de nostalgia colectiva y, por lo tanto, una rama más de la ciencia ficción. A lo largo ... de cuatro episodios, 'La última llamada', que este jueves estrena de Movistar+, traza un retrato íntimo y desigual de aquellos que ocuparon la presidencia del Gobierno español en democracia y siguen vivos para contarlo; desde la solemnidad inaugural de Felipe González hasta la sobriedad de Mariano Rajoy, pasando por el estoicismo de José María Aznar y el delirio adolescente de José Luis Rodríguez Zapatero.
No se trata de una hagiografía ni de un ajuste de cuentas, sino de la reconstrucción de unas vidas que, tras perder la voz y el BOE, hablan en pretérito imperfecto. Cada capítulo es también una confesión disfrazada, una escenografía de lo que fueron y de lo que quieren seguir pareciendo. Y, sobre todo, una oportunidad para preguntarse qué queda de un presidente cuando el teléfono deja de sonar.
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Felipe González, durante el rodaje de 'La última llamada'
Felipe González
El hijo del vaquero
Si un extraterrestre aterrizara casualmente en España y lo único que conociera de Felipe González fuera lo que muestra este documental, llegaría a la extraña conclusión de que el presidente fue, en realidad, un anacoreta amante del campo y de la filosofía pura que dirigió el gobierno español de mala gana, entre visita a la Marisma, a Doñana y a Gredos.
Hay un hallazgo, eso sí, en la revelación de Felipe como un gran introvertido que se pasaba las horas muertas podando un granado en silencio, junto a su profesor de bonsáis. Y lo es porque los hijos del altofelipismo, entre los que me hallo, hemos crecido viendo exactamente lo contrario, es decir, a un líder cósmico, carismático y abierto, con un especial don de gentes y unas extraordinarias habilidades de comunicación. Algo, en principio, opuesto al arquetipo de un san Onofre misántropo que hoy se nos muestra.
Aunque el documental trata exactamente de eso. 'La última llamada' trata de mostrarnos el lado menos amable del poder. No exactamente el lado humano —humanos son todos—, sino el peso de la púrpura, el dolor de la responsabilidad, la soledad de la cumbre y, efectivamente, el vértigo de la última llamada, que es esa en la que ya no queda nadie, cuando los de plata están tras el burladero, los subalternos se han desfondado subiendo el Alpe D'Huez y ya solo quedas tú frente a tus dudas.
Y, en ese sentido, Felipe muestra una metamorfosis inversa, el camino de una mariposa blanca y exitosa que poco a poco abandona la primavera socialdemócrata para encerrarse en la crisálida otoñal para, al final, llegar al invierno de la larva. Una larva feliz y aislada, herencia sin duda, de «el hijo del vaquero» que asegura seguir siendo y que, precisamente por ello, aún hoy se pregunta cada tarde si se ha ganado o no el pan que se lleva a la boca.
Viendo lo que tenemos hoy, un político de la talla de González no necesita demasiado para brillar. Cada frase que se oye de fondo es una sentencia. Quién lo pillara
En este sentido, interesantes los testimonios de Rosa Conde, Julia Navarro, Carlos Solchaga, Ana Navarro, Matilde Fernández, Pablo Juliá y, sobre todo, Ignacio Varela, el más interesante, en mi opinión. Y sonadas algunas ausencias, como la alguien del actual PSOE o la de su ex mujer, Carmen Romero, ausente completamente del guion y cuyo testimonio habría sido fundamental. Quizá por eso aparece su hija, una desconocida María González que traslada la llegada a la Moncloa desde sus ojos de niña. Esto tiene importancia porque, en el momento en el que Felipe ve a María en pantalla, su mirada cambia y el cinismo, la soberbia y el carisma dejan paso a algo desconocido: un Felipe frágil, con los ojos achinados, vulnerable y al que vemos sonreír, por primera vez en la vida, con todo su cuerpo y todo su alma.
Y Guerra, claro, el hombre que termina las frases que González comienza, como contrapunto y secundario de lujo de casi toda su trayectoria, contándonos que fue él quien en el primer consejo de ministros decidió que ahí no había nada que votar. Que se puede discutir, pero que es el criterio del presidente el que finalmente prima y que qué órgano colegiado ni qué órgano colegiado. Y ETA de fondo, con situaciones muy complejas como la posibilidad de neutralizar a la cúpula saltándose la legalidad. Algo que no hizo y que aún le genera una duda. Y una España gris con huelgas generales, rupturas con UGT y problemas personales con Nicolás Redondo.
No es un documental hagiográfico, pero rema a favor. Tampoco hay que hacer mucho trabajo de posproducción o de montaje, la verdad, porque viendo lo que tenemos hoy, un político de la talla de González no necesita demasiado para brillar. Cada frase que se oye de fondo es una sentencia. Por ejemplo: «Un país que funcione es un país en el que hay paz entre los ciudadanos de España». O esta otra: «No solo hay que pedir un voto. Hay que pedir un voto para un proyecto histórico», haciendo referencia a la centralidad que supone oponerse a la vez al franquismo y al comunismo como alternativa. Quién lo pillara. No sé cuántos votos tendría hoy quien supiera asumir la responsabilidad histórica de la moderación para volver a la paz entre españoles. Quizá todos. Puede que ninguno.
En cualquier caso, el primer capítulo de 'La última llamada' muestra un nuevo punto de vista de un hombre con la losa de la responsabilidad y con el poder encima de los hombros. Y una soledad, que más que un castigo, en ocasiones interpretó como un regalo. Y así mirado, ser expresidente no es más que vivir eternamente instalado en tu propio cumpleaños.
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José María Aznar
El último hombre duro
Yo nací antiaznarista. De cuna. Mi ideología, aún en pañales, se limitaba a estar en contra de Aznar, dijera lo que dijera. Era gratificante y sencillo. Para mí, la política se limitaba entonces a esperar a que Aznar fijara posición sobre un tema para situarme en el lado opuesto. Lo mismo que ahora con Bardem, vaya. Yo fui uno de los energúmenos que, en aquella jornada de reflexión, fue a las sedes del PP a gritar: «Vosotros, fascistas, sois los terroristas». Me avergüenzo bastante, pero entonces sentía aquello con la misma vehemencia y seguridad con la que ahora me alistaría voluntario para ir a Irak a buscar armas de destrucción masiva. Entre ambos puntos, veintiún años, algunas canas y una cita mañana con el proctólogo.
En esta segunda parte de 'La última llamada' vemos a un Aznar que ojalá hubiéramos podido ver entonces. Ojalá alguien nos hubiera 'subtitulado' a Aznar en su momento. Ojalá un Aznar explicado y descifrado, un Aznar con manual de instrucciones. Habríamos visto que su frialdad y su lejanía tenían sentido y que sus acciones, a veces extrañas, respondían a un imperativo estratégico, el de convertir los puntos débiles en fuertes para ponerlos al servicio de las oportunidades. En este sentido, se intuye que 'el hombre sin carisma' fue transformado en 'el hombre eficaz' para que olvidáramos a Felipe sin bajar a competir en el barro de sus fortalezas. Así, un castellano románico para hacer frente al barroco andaluz; el estoico frente al epicúreo; el hombre sin autocompasión frente a un hombre autovictimizado.
Esa línea de puntos vertebra el capítulo sobre Aznar. Un hombre duro y silencioso —cuenta Agag que podían estar siete horas juntos, sin hablar—, donde no queda espacio para el lamento o la grieta. Aunque es posible que haya dos tipos de silencio: el del Aznar del principio y el del Aznar posatentados —porque fueron varios, incluso con misiles al Falcon—.
Diría que incluso hay Aznar pos Miguel Ángel Blanco. No ha de ser fácil decir a una madre —la última llamada— que, pudiendo salvar la vida de su hijo, has decidido no hacerlo porque tus principios son firmes y España no puede ceder al chantaje de unos asesinos. Los mismos asesinos, por cierto, que hoy nos muestran un pantonario con trescientos tipos de blanco.
Incluso hay un Aznar pos-11M, que es el definitivo, el cronificado. «Me parecía extraño que los mismos que quisieron matarme me dejaran salir victorioso», dice. Y llegó entonces Atocha como presagio, como profecía autocumplida de un Ulises que se convierte en Sísifo en la última rampa de subida. De su atentado en la calle José Silva salió tocándose las extremidades para ver si sumaban cuatro. E intentó hacerlo por la puerta por la que entró para que nadie lo viera gatear malherido.
Dice mucho de lo que hay en la cabeza de un hombre que, en el mismo borde de la muerte —quizá en el instante de su resurrección— piense solamente en no dar gusto a aquellos a los que ha de vencer. Ana Botella —aún bella y aún rota— llora al recordarlo y sus ojos no son capaces de recuperar el blanco en todo el documental, volviéndose de ese rojo-madre, de ese rojo-furia, de ese rojo-noventero que no se va del plano, a veces por culpa de los atentados a su marido y a veces por Miguel Ángel; a veces por España, en Atocha y a veces por el mundo, en las Torres Gemelas. Todo es trágico tras un dolor que, como el de su marido, parece estar sepultado tras varias capas. De sonrisas en un caso. De silencios, en el otro.
Y de timidez. Javier Zarzalejos —lo único que me permite entender que el PP no pivote hoy sobre él es aquello que dijo Chesterton: «La mediocridad consiste en estar delante de la grandeza y no darse cuenta»— afirma que Aznar era «el gran tímido», coincidiendo, curiosamente, con el diagnóstico que de González hacen sus asesores. Pero la timidez le viene bien a quien, como él, cree que un líder ha de tener «ambición, vocación, determinación, coraje y, sobre todo, un sentido de la historia».
Da la sensación de que Aznar realmente creía que en Irak podría haber armas de destrucción masiva. Pero también da la sensación de que, aunque no lo hubiera creído, habría actuado del mismo modo
Características en cuyo desvanecimiento se han de buscar las causas del estado actual del centro derecha, pero muy presentes en sus gobiernos: la determinación de las privatizaciones que dieron paso al boom, al milagro económico, a las grandes multinacionales españolas y a las inversiones en Hispanoamérica. Esa posición buscada en Hispanoamérica —explican Aznar, Zarzalejos y Aragonés— es a la vez causa y consecuencia de la apuesta estratégica por Estados Unidos y del apoyo a su lucha contra el terror tras el 11M. Que fue lo que puso a España en el lugar preeminente en el que se acabó situando.
En este sentido, interesante el testimonio de Blair explicando la dureza de Aznar en la negociación en la primera cumbre europea a la que asistió —y para la que se preparó hasta físicamente— y que, a la postre, fue decisiva para llegar a ocupar un lugar protagonista en Niza.
Da la sensación de que Aznar realmente creía que en Irak podría haber armas de destrucción masiva. Pero también da la sensación de que, aunque no lo hubiera creído, habría actuado del mismo modo. Porque aquella fue una oportunidad estratégica caída del cielo para España. Y quizá esa postura ayuda a entender perfectamente a la persona y al personaje.
No hay en el documental una mínima muestra de debilidad. Ni un solo pase de cara al graderío: solamente un líder con una visión que pide a quien la comparta que le siga, sobre la base del centro-derecha, del ideario liberal-conservador, de la fortaleza de la moderación, de la apuesta total por la centralidad, por las mayorías y por la lucha a muerte contra todo tipo de extremismos, a los que ganó entonces y a los que volvería a ganar hoy, con idénticas armas.
Y aún hay quien dice que todo eso es sinónimo de debilidad. Pues que miren a los ojos de Aznar y se lo digan a la cara. O mejor aún, que tomen nota. Se lo dice un converso.
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José Luis Rodríguez Zapatero
Un mesías improbable
Cuando vemos los documentales de González o de Aznar tenemos la sensación de estar ante dos hombres serios y curtidos, dos hombres con éxitos grandes y sonoros fracasos, dos hombres con dobleces, arrugas y secuelas. Dos hombres, en definitiva, de poder y, por ello, dos hombres que callan —que otorgan—, con profundidad psicológica indudable y, cada uno a su manera, fascinante. Pero, en todo caso, dos hombres, con todo el poso freudiano que cabe en el término: arquetipos de autoridad, de poder, de deseo de dominio, de pulsiones inconscientes, y también de neones que anuncian ciertos complejos, cada uno los suyos. Dos hombres. Punto.
Sin embargo, desde el primer minuto hasta el último del documental de Zapatero, tenemos la sensación de estar ante un adolescente en un taller de 'role-playing', ante un ser que realmente se cree especial, diferente, de algún modo elegido, con aires mesiánicos y fallas en su construcción más íntima.
No parece un presidente sino alguien que juega a ser presidente, alguien que decidió ser político leyendo cómics de superhéroes, el bien contra el mal, o algo así. Pero, sobre todo, lo que no parece es un expresidente. Si González y Aznar hablan desde la extemporaneidad, Zapatero habla como un político en activo. Que, por supuesto, es lo que es. No tiene los ojos del que viene, sino del que aún sigue yendo. Lo que no sabemos es a dónde. Y, viendo su silencio con el Nobel a María Corina Machado, quizá sea mejor así.
De cualquier modo, es necesario recordar que, como diría Aute, «no todo fue naufragar». El primer gobierno de Zapatero fue un gobierno exitoso, se mire por donde se mire. El ciclo económico alcista que comenzara en 1993 y que profundizara Aznar entre 1996 y 2004, se vio prolongado e incentivado, al menos, hasta 2007. Todos los indicadores eran objetivamente buenos, hasta el punto de que, en algún momento —lo recuerda el documental— Zapatero anuncia que estábamos en «la Champions League de la economía mundial» y en condiciones de superar a Francia en PIB per cápita.
Más allá de la irresponsabilidad de confundir optimismo con delirio, aquella era la «España bonita», había dinero, los abajofirmantes se ponían el dedo índice en la ceja para 'defender la alegría' y el gobierno celebraba el éxito de una agenda legislativa ambiciosa y modernizadora, con leyes como la de violencia de género, la del matrimonio homosexual, la del divorcio exprés, la ley antitabaco o las ayudas a la maternidad del llamado 'cheque bebé'. Leyes todas ellas que, en mi opinión, y con todos los matices que ahora queramos poner, fueron aceptables y oportunas. Pero leyes que, como dice Angélica Rubio, «no dejaron sin pisar ni un callo de la derecha». O de lo que ella cree que es la derecha. O de lo que derecha ha llegado a pensar de sí misma. Que, por supuesto, no es lo mismo.
En cualquier caso, a ese gobierno exitoso que gana las elecciones de 2008 con 169 escaños —al borde de la mayoría absoluta— se le viene encima la mayor crisis del siglo. Y aquello «es un tsunami» —también de Angélica Rubio— al que no saben reaccionar y que se los lleva por delante.
Aunque, además de lo económico, cabe recordar una agenda polarizadora destructiva: estatuto catalán —del que el documental no dice nada—, ley de memoria histórica, alianza de civilizaciones, etc. En 2008 el Zapatero feliz y optimista ya ha dejado paso a un hombre triste, hundido y derrotado que se enfrenta a la mayor crisis de la historia de España. Y que lo arrasa.
Y ni siquiera soy capaz de asegurar que Zapatero sea hoy plenamente consciente de lo que pasó. Lo sigue contando desde fuera, como en un desdoble defensivo, sin implicación, como nada fuera con él y estuviera, en realidad, contando un cuento, una historia que aprendió por tradición oral y que le sucedió a otro.
Especialmente helador el testimonio del propio presidente acerca del fallecimiento de su madre. Dice Zapatero que su última pregunta a su madre, ya moribunda, fue: «Mamá, ¿tú crees que seré presidente del gobierno?»
Si en el documental de González aparece su hija y en el de Aznar su esposa, en el de Zapatero no hay representación del primer grado, lo que profundiza en la sensación de irrealidad que vertebra la cinta, es decir, la de no estar ante Zapatero sino ante un actor que hace de Zapatero. Ante una autoparodia, ante el mesías improbable. Podría llegar decir que, en realidad, no sabemos quién es Zapatero si no fuera porque, posiblemente, no sea más que eso.
Especialmente helador el testimonio del propio presidente acerca del fallecimiento de su madre y que solo traigo a colación porque él lo hace. La escena tuvo lugar unos meses después de su llegada a la secretaría general del PSOE, tras aquel Congreso que me pilló trabajando en Londres y que seguí activamente desde un cibercafé de King's Cross. Dice Zapatero que su última pregunta a su madre, ya moribunda, fue: «Mamá, ¿tú crees que seré presidente del gobierno?», a lo que su madre respondió 'contundentemente': «Sí, por supuesto».
Yo aún sigo con los ojos como platos de sopa de trucha. Es una mezcla entre el «Mamá, quiero ser artista», de Concha Velasco, el Sánchez que pregunta a Máximo Huerta, mientras este dimite, sobre cómo le recordará a él la historia y la madrasta de Blancanieves preguntando al espejito quién es la más guapa de la socialdemocracia. No tengo palabras ante la extremaunción zapaterista. Y prefiero no buscarlas.
Mención especial a Miguel Sebastián, que pasaba por allí y que parece no haberse recuperado del todo de esos ocho años con ZP. Y la historia de la negociación con ETA, una historia oscura, contada parcialmente, llena de inmoralidades e ilegalidades vendidas como heroicidades, de pseudo traiciones relatadas como actos de tolerancia y de algo que pretende ser contado como una epopeya liberadora pero que se queda en un libelo con olor a amonal, a humedad y a pies, con Eguiguren, Bono y Thierry apareciendo y desapareciendo de la trama como el bien y el mal aparecen y desaparecen de los ojos de José Luis.
Ni un minuto de gravedad o de profundidad. Ni una sola categoría, creencia firme o arista. Todo en este capítulo es ligero, frívolo y circunstancial como las apariciones de Napoleón en 'Guerra y Paz'. Cuando ETA anunció el fin de la violencia, él dijo, en una estampa de soledad pretenciosa y artificial: «Ya me puedo morir tranquilo». Pero España pasó del mesías improbable y prefirió seguir a sus cosas. Y ahí siguen a día de hoy. Tanto España como él. Vale.
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Mariano Rajoy
El hombre tranquilo
Si esta serie documental trata sobre 'la última llamada', deberíamos concluir que los gobiernos de Rajoy fueron una 'hotline'. Del mismo modo que el resto de presidentes parecen haber tenido uno o dos hechos decisivos en los que su intervención personal y directa fue clave, Rajoy parece haber vivido instalado en esa 'última llamada' como uno de 'los chicos del cable'.
Su etapa comienza con un país al borde la bancarrota, con más de seis millones de parados y un déficit del 10% —la herencia recibida de Zapatero— y termina con una sentencia del juez De Prada y una moción de censura. Es decir, con una traición. En términos de 'última llamada', empieza hablando Merkel y termina hablando con Ortuzar, supongo. Entre medias, un golpe de estado, la trama Gürtel, el perro Excalibur y el auge de la 'nueva política', aquella «efebocracia» —en palabras de Andrés Medina—, cuyas pegajosas melodías para roedores llevaron a España a Hamelín. O sea a la locura.
Pero en el documental confirmamos que el Rajoy de hoy no dista demasiado del Rajoy que recordamos, el mismo tipo con el mismo traje, del mismo sastre, com el mismo color e idéntico tejido; la misma barba blanca, las mismas gafas sosas y la misma prosodia, levemente gallega, levemente estoica.
Como dice Abelardo Bethencourt, miembro por entonces del gabinete del presidente: «Let Rajoy be Rajoy». «Soy un hombre conservador que ha venido a conservar lo que funciona y a reformar lo que no funciona, sin hacer revoluciones», en palabras del propio Rajoy. Frase que pide mármol hoy, que los conservadores se nos han hecho revolucionarios y antisistema.
No creo que haya nadie en este país que haya sido tratado tan injustamente como Mariano Rajoy. Y mira que en España somos injustos, en general
Así que tenemos una hora de un hombre serio, puntual, formal, estable tanto afectiva como intelectualmente, que lee todos los informes que llegan a su mesa y que se prepara concienzudamente todas las intervenciones. El hombre tranquilo de Innisfree, pero sin la escena de la pelea, vaya. En cualquier caso, una imagen muy diferente a la del hombre frívolo que lee el 'Marca' y que pasaba por allí, que algunos intentan vender.
Pero da igual, no creo que haya nadie en este país que haya sido tratado tan injustamente como Mariano Rajoy. Y mira que en España somos injustos, en general. Pero esto es otro nivel. Hoy se puede afirmar —así se muestra en el documental— que si España no fue intervenida fue gracias a la determinación de Mariano Rajoy. Si no fuimos Grecia, Irlanda, Portugal o Chipre fue por una 'última llamada' del presidente, que quiso conservar, a toda costa, la soberanía de España. Es decir, su dignidad.
Y lo logró. A partir de febrero de 2014, España comienza a crear empleo. Y, a día de hoy, no ha parado de hacerlo. Creo yo que algo tendrán que ver las reformas que se pusieron en marcha entonces. En cualquier caso, aunque lo económico se fuera encarrilando, el documental muestra otros problemas emergentes.
El primero de ellos, 'el procés', aquella peste intelectual y moral que nos desangró internamente. Se ha criticado mucho la supuesta pasividad del presidente Rajoy, su incapacidad para tomar decisiones y su excesiva tendencia a dejar que las cosas pasen. En su momento pensé que Rajoy hizo exactamente lo que tenía que hacer que, entre otras cosas, era lo único que podía hacer. Pero tras ver el documental no me quedan dudas. No soy capaz de ver la secuencia completa y descubrir el momento exacto en el que debió hacer algo diferente. Aunque, como dice Ignacio Peyró —entonces el mejor escritor de discursos y hoy el mejor escritor, a secas—, subyace ahí el fracaso de un estado que dijo que no habría urnas y papeletas. Y las hubo. Por toda Cataluña. En cualquier caso, un fracaso de los servicios de inteligencia, no de la presidencia, que terminó con un 155 —la última llamada— y con los instigadores de aquello en la cárcel. Aunque otros se encargaran después de indultarlos, amnistiarlos y blanquearlos.
«No sé si ha sido el mejor presidente, pero está siendo el mejor expresidente», dice José Luis Ayllón, quien fue su director de gabinete
Y la moción de censura. En mayo de 2018 el Gobierno acababa de aprobar los presupuestos y se las prometía muy felices. Y aunque el documental no lo recuerde, ya lo hago yo. En cuanto se conoció la sentencia de Gurtel, Albert Rivera —aquel completo desastre—, amenazó con una moción de censura si Rajoy no dimitía y convocaba elecciones. Fue esa amenaza, que dejaba a Podemos en una situación muy complicada al verse obligado a votar a favor de Rivera como presidente del Gobierno, la que precipitó otra moción de censura encabezada por Sánchez. El resto ya lo saben y nunca tendremos palabras para agradecer a Albert lo suficiente su olfato de sabueso y su sentido de la responsabilidad.
Y la escena de Arahy, claro, con Rajoy comiendo con su equipo —el mundo se derrumba y nosotros de sobremesa— mientras 'el bolso de Soraya' —ya parece el nombre de un grupo indie— ocupaba su escaño. Lo explica Sergio Ramos, entonces asesor del presidente, quien afirma que, en aquella comida, Rajoy lo verbalizó de modo cristalino: «Si alguno de los aquí presentes me puede garantizar que si yo dimito va a haber un miembro del PP que va a ser presidente, yo dimito. Pero si se me garantiza. No caigamos en la trampa de dimitir y que Sánchez sea presidente con mayoría simple, porque esa es la trampa».
Creo que España no ha logrado comprender esto. Para que Sánchez fuera presidente a través de una moción de censura, necesitaba la confianza de la mayoría absoluta de la Cámara. Sin embargo, si Rajoy dimitía, a Sánchez le bastaba con más síes que noes en una sesión de investidura estándar. La dimisión era, sin duda, una trampa para hacer a Sánchez presidente sin la mayoría absoluta con la que, quizá, aún no contaba, y que obligaba, por lo tanto, a ganarse el favor de un PNV que acababa de llegar a un acuerdo Rajoy en la negociación de los presupuestos. Era lógico pensar que esa negociación llevaría a un chantaje en aspectos que, quizá, lo hicieran incompatible con los votos de la extrema izquierda. La lógica era dificultar la alternativa, no facilitarla. En cualquier caso, en el momento que Ortuzar llamó —otra última llamada— para confirmar su apoyo a Sánchez, todas las puertas llevaban ya al mismo lugar. Y, como dice Peyró, no deja de resultar poético que Rajoy muriera en una sobremesa.
Sonoras ausencias —Soraya, Cospedal— y presencias alejadas del PP actual y quizá demasiado circunscritas a su núcleo 'técnico' más cercano —Bethencourt, Medina, Peyró, Ramos, Sánchez Arce, Méndez de Vigo, Ayllón—. «He dejado una España mejor de la que me encontré», dice Rajoy para terminar. «No sé si ha sido el mejor presidente, pero está siendo el mejor expresidente», dice el propio Ayllón. En cualquier caso, mientras Sánchez es increpado en cada intervención pública, Rajoy no puede caminar a día de hoy dos metros —esto lo he visto yo— sin hacerse cuatro fotos, estrechar la mano a diez señoras y firmar autógrafos. Quizá el éxito no sea muy diferente a eso.