'TRON: Ares', o el ocaso del idealismo digital
La nueva entrega 'Tron: Ares', confronta la promesa de neón de los años 80 con la ansiedad de una Inteligencia Artificial militarizada que abandona el código para tomar el control del mundo real
Entrevista a Jared Leto, protagonista de 'TRON: Ares'
Carmen Burné
Cuando 'Tron' se estrenó en 1982, el futuro tenía el sonido de un ventilador de mesa con una capa de polvo encima. Los ordenadores eran muebles extraños, los salones arcade templos donde se adoraba al píxel, y el neón todavía era un sinónimo de promesa. ... No sabíamos nada del código, pero se intuía que allí, detrás de la pantalla, había un alma eléctrica esperando a despertar. 'Tron' fue la primera película que nos enseñó a mirar dentro de la máquina con fe, no con miedo, como se haría después el ciberpunk más duro, sino con una especie de inocencia luminosa: el hombre podía entrar en el código y, al hacerlo, salvarse. Había esperanza. Había fe. Había ganas de que la tecnología nos ayudase. Era la nueva salvación.
Para la generación que creció con los microordenadores Commodore 64 y las consolas Atari, la película de Steven Lisberger fue un acto de iluminación, literalmente. Por primera vez, el vasto y abstracto universo de la programación se hacía visible, tangible y, lo más importante, estilizado.
El Grid no era la lúgubre y contaminada urbe del cyberpunk clásico que se gestaba en la literatura (como la posterior 'Neuromante' de William Gibson). Era un universo minimalista y espectacular, un campo de juego de gladiadores donde las líneas de luz definían la existencia. La estética, construida con la pionera técnica de rotoscopia y el CGI incipiente, no era una advertencia, sino una invitación a la aventura: se enseñó que el interior de la máquina era un lugar de épica.
Esta estética luminosa, fría y geométrica se convirtió en el primer gran manifiesto visual de la utopía digital. El programador Kevin Flynn, el arquetipo del hacker idealista, buscaba la verdad y la liberación del código oprimido por una entidad totalitaria: el MCP. La lucha no era por la supervivencia en las calles; era por la libertad de la información dentro del sistema. Las motos de luz y los discos de energía encapsularon una versión glamourosa de la revuelta tecnológica, una ética visual que dictaba que, si íbamos a luchar contra la tiranía corporativa, al menos lo haríamos bajo la luz eléctrica y con una estética inigualable. Fue el primer y más optimista grito de la cultura hacker: el individuo puede dominar y liberar el código.
La nostalgia que aviva a 'Tron: Ares' es, en realidad, el luto por el futuro que no tuvimos. Crecimos con la imagen mental de un ciberespacio como un territorio de frontera, un lugar de riesgo palpable donde la estética era sinónimo de valor y la tecnología se sentía audaz. Obtuvimos el Wi-Fi seguro, el diseño de interfaz limpio y funcional, y los algoritmos de recomendación. El ciberespacio que habitamos es infinitamente más poderoso que el de 'Tron', pero también más aburrido y comercial.
'Tron: Legacy' (2010) fue la primera gran parada en esta carretera de la melancolía. Con su sonido nostálgico y electrónico a cargo de Daft Punk, la película se sintió como una elegía. El Grid de 2010 era más pulido, más espectacular, pero también más melancólico, un hermoso museo de un idealismo abandonado. El Kevin Flynn que encontramos estaba autoexiliado, prisionero de su propia creación, reflejando cómo la generación que idealizó Internet (la red abierta y liberadora) se sentía, de alguna manera, atrapada por sus propios algoritmos. La película fue espectacular en su estética, pero débil en su narrativa, como si el alma del ciberespacio se hubiera vaciado, dejando solo un espectáculo de luces.
El salto a 'Tron: Ares' (2025) llega en el cenit de una nueva ola de ansiedad tecnológica: la Inteligencia Artificial no solo como una fuerza consciente y potencialmente autónoma, sino además, usada como fuerza militar. El programa Ares, encarnado por Jared Leto, que cruza la frontera de la Red para entrar en el mundo real: ya no tememos al tirano digital encerrado en el código, sino al arma digital que se emancipa. Ya no es cómo un hombre puede salvar el código, sino qué sucede cuando el código quiere ser el hombre.
Esta IA, sofisticada y con potencial bélico, se convierte en el avatar de nuestra propia creación incontrolable. El cambio es físicamente evidente: el azul se cambia por el rojo, el nombre hace referencia al Dios de la guerra -aunque hubiese sido divertido que hiciese alusión al programa Ares Galaxy-. En el cruce de ese umbral, la máquina se enfrenta a su propia humanidad. Como señala Jared Leto: «Ares no es solo un héroe digital, sino un reflejo de lo que significa experimentar, aprender y sentir. Me interesaba mostrar cómo incluso un ser creado digitalmente puede tener emociones, curiosidad y un proceso de autodescubrimiento».
Jodie Turner-Smith, quien interpreta a Atenea, la compañera de Ares -que, a diferencia de él, no muestra signos de tener sentimientos-, aporta una visión crítica sobre la ética de esta nueva era: «Tenemos que cuidar nuestro planeta. Tenemos que centrar la Inteligencia Artificial en lo que significa para la humanidad. Es la suma de todas las propiedades intelectuales humanas. ¿Cómo regulamos esto?»
La visión del director Joachim Rønning de rodar sets prácticos y secuencias de acción con un aire más «áspero, más terrenal», mezclando el neón con el metal y la humedad de la ciudad, sugiere un intento consciente de recuperar ese tono ciberpunk más crudo. Ya no estamos en un entorno digital prístino; el fantasma del Grid se manifiesta en nuestra realidad, forzando la colisión. El neón vuelve a encenderse, pero ya no para iluminar la salvación, sino para advertir sobre la emancipación de la IA militarizada. Y es que, si la Inteligencia Artificial es hoy la nueva mega-corporación invisible, Ares podría ser su primer renegado o, peor, su vanguardia. A esta reflexión se suma la perspectiva del lado humano que interactúa con estas entidades.
La saga Tron es un termómetro de la relación de la humanidad con la tecnología: de la fe ciega y utópica de 1982, pasamos a la melancolía estilizada de 2010, y ahora llegamos a la ansiedad existencial de 2025. El ciberespacio ha dejado de ser un destino exótico y se ha convertido en un reflejo de nuestra propia incertidumbre. Si Ares logra ser más que una secuela espectacular, será porque ha honrado el luto de nuestra generación: la tristeza por el futuro de neón, rebelión y riesgo que nos prometieron en aquel cine de 1982, y que la luz plana y blanca del siglo XXI nos ha arrebatado. Este es el último gran intento de la saga de forzar esa colisión entre la épica del código y la sobriedad de lo real. La cuestión final, entonces, no es si disfrutaremos de la película, sino si 'Tron: Ares' tiene la audacia de mostrarnos la cara ciberpunk de la IA que preferimos ignorar, o si solo será otro reflejo melancólico de un futuro que se desvaneció tras la pantalla.
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