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Paul Verhoeven y ‘Benedetta’, la monja lesbiana: un cruce peligroso entre erotismo y fe

El incendiario cineasta estrena en el certamen la provocadora historia

El director Paul Verhoeven y la actriz Virginie Efira, en la presentación en Cannes de Benedetta REUTERS
Oti Rodríguez Marchante

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La programación oficial sacaba su primera mina personal, y había que pisarla: ‘Benedetta’ , de Paul Verhoeven, y por si a alguien le parece exagerada la comparación, recordamos que Verhoeven es el director de ‘Delicias turcas’, ‘Instinto básico’, ‘Elle’ y alguna otra igualmente subidita de tono, y que la Benedetta del título es Benedetta Carlini, monja lesbiana que vivió en la Italia de la Contrarreforma en el siglo XVII. ‘Benedetta’ ya estaba programada para la edición anterior, la que no se celebró, y aquí está este año sin estrenar.

Una vez ya pisada la mina personal y sufrido su onda expansiva, se puede decir que Verhoeven le ha metido dos tipos de metralla a la historia real de la monja, recogida en una novela titulada ‘Immodest acts’ por Judith Brown ; una metralla agresiva y carnal y otra de fuerte y polémico carácter espiritual que quizá sea la que más pone los pelos de punta y ofrece mejor material de reflexión. Verhoeven recoge al personaje de niña, el día que va a ser internada por sus padres en el Convento de la Madre de Dios, en Pescia, y donde ya da una muestra de su personal ‘relación’ con Dios, pues hace que un pajarillo le evacúe en la cara a unos villanos que pretendían robarles. Enseguida recoge ya al personaje adulto la actriz Virginia Efira, de contornos muy Verhoeven y con mucha picardía de gesto y traza , pero hay que decir que nunca pierde ni deja de sugerir la potencia espiritual y la fe ciega de Benedetta en sí misma y en la Gracia de Dios.

irginia Efira AFP

Visiones heréticas

Como es propio de este director, no pierde la oportunidad de poner a hervir con todo su contenido erótico la relación de Benedetta con una de las jóvenes monjas, la hermana Bartolomea, que llega allí a recogerse del abuso de padre y hermanos, pura epidermis de un relato más profundo sobre la época, la situación de la Iglesia, la pasión religiosa y la fragilidad de la razón a cualquier síntoma de heterodoxia. Unas cuantas escenas a piel descubierta y otras más de torturas, gritos y de visiones heréticas de la monja (la puesta en escena de esos sueños, con un Cristo heroico y vengador que la salva de los peligros de los hombres a mandobles de espada, tienen algo parecido a lo que entendemos por ‘coña’) forman la ‘planta escándalo’ que siempre le gusta tener a Verhoeven en el edificio de sus películas.

Por encima de esa planta, se sugiere algo que quizá ni el propio director sospecha, y que hace detonar la idea de lesbianismo en el personaje de la monja: su impulso sexual no es hacia otra mujer, sino hacia Dios y como vehículo místico de viaje y contacto…, el ‘Vivo sin vivir en mí’ de Benedetta. Es el carácter visionario del personaje, su fe y fuerza interior, lo que sutilmente se resalta en la película, aunque hay diversos momentos chorras donde se trivializa y se pretende diluir con algún chascarrillo erótico o pseudorreligioso. En la película, quien da la impresión de entenderlo todo a la perfección, además de su protagonista, Virginie Efira, que conjuga cuerpo y alma, es el personaje de la abadesa que interpreta Charlotte Rampling, que parece oler lo que hay de diablillo en ella, pero también lo que hay de divino.

En la otra película a competición, la francesa ‘La fracture’, de Catherine Corsini, todo se mascaba , en cambio, con la facilidad que uno de esos cruasanes mañaneros de aquí. Dos mujeres maduras a punto de romper su relación de años, una jornada de huelga salvaje de los ‘chalecos amarillos’ y un manifestante herido en la manifestación se reúnen en los Servicios de Urgencias de un hospital. Y allí se queda la acción, entre revuelo de enfermos y camillas y entre conflictos personales y sociales… Valeria Bruni Tedeschi le pone gracia y extravagancia a su personaje, y Marina Foïs, su pareja, paciencia y poco más. ‘La fracture’ no quiere decir grandes cosas, y uno se queda ahí, en la sala de espera, entre gritos y tensiones, por si algunas de las pequeñas cosas que quiera decir se hacen audibles. Cosa que no acaba de ocurrir.

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