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Carrie Fisher: La Princesa eterna

«Ella no lo supo mientras vivió, ni lo sabrá ya nunca, ahora que habita en el país helado de donde nadie vuelve, pero un poeta menor de la lejana España suspiraba por los rulos de su cabellera galáctica»

Vídeo: Carrie Fisher muere tras sufrir un paro cardíaco ABC

LUIS ALBERTO DE CUENCA

Acabo de enterarme, por un WhatsApp de Inés, que la actriz que encarnó a la princesa Leia ha dejado de existir. Tengo un nudo en la garganta que me impide articular sonidos inteligibles, pero a la vez no puedo dejar de dedicar unas líneas a quien ha sido uno de mis grandes amores cinematográficos , más intenso y profundo todavía que el que me inspiró hace siglos Hayley Mills . Leia Organa, o sea, Carrie Fisher , lo tenía todo para volver loco a un mitómano friqui como yo: belleza, gracia, simpatía, un ideario noble al que engancharse, cosas así.

Era la compañera ideal de juegos de los chicos, la mujer que renuncia a ser mayor, como Peter Pan, para acompañarnos simbólicamente a los inmaduros crónicos por nuestro paso por el mundo, conservando en nosotros al «puer aeternus» que nos negamos a dejar de ser. Ella no lo supo mientras vivió, ni lo sabrá ya nunca, ahora que habita en el país helado de donde nadie vuelve, pero un poeta menor de la lejana España suspiraba por los rulos de su cabellera galáctica , por su legendario valor de valquiria o amazona moderna, por ese atuendo tan sucinto y tan sexy con que el perverso Jabba el Hutt quiso que comprobáramos su dominio sobre ella, por su capacidad para encarnar mi eterno femenino , ese que no comparto con nadie.

«Los símbolos de la feminidad triunfante como ella no envejecen jamás»

«Los símbolos de la feminidad triunfante como ella no envejecen jamás»

La fundí con Alicia, mi mujer, en un soneto que no podré ya recitar, en lo que me quede de vida, sin lágrimas en mis ojos cansados. La fundí con mi primer amor en un poema dedicado a « Star Wars », la primera película de la saga, esa que ahora han titulado «A New Hope» y que me fascinó cuando la vi por primera vez en 1977, cuando el mundo era joven y Álvaro acababa de nacer. Solo he sentido algo parecido, en materia de desapariciones cinematográficas, cuando murió Howard Hawks , precisamente el mismo año en que se estrenó «Star Wars», hace casi cuarenta años. Pequeña y bien torneada como Debbie, su madre (a la que imagino hecha polvo, pues todos, y ella la primera, creíamos que iba a salir de esta gracias a nuestras oraciones), acababa de ingresar en la sexta década de su vida.

Había superado con éxito ciertos excesos a los que conduce la fama y una sensibilidad exquisita como la que adornaba su carácter. La habíamos visto en la séptima entrega de la saga, madura y siempre hermosa, porque los símbolos de la feminidad triunfante como ella no envejecen jamás . La última vez que podremos verla será en la octava, porque se ha muerto para siempre y ha cruzado el espejo rumbo a nada y a nadie. Pero si Carrie ha muerto, la princesa Leia está viva . Los mitos nunca mueren. Ese es el único consuelo que tengo en esta noche de un triste 27 de diciembre, cuando el corazón de mi amada Carrie Fisher ha dejado, definitivamente, de latir.

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