Crítica de 'El milagro del Padre Stu': De repartir hostias, a consagrarlas
La película es grata de ver por la chispa de Wahlberg, por su combinación de trascendencia e intrascendencia y por su caída no lloriqueante en el melodrama
La vida de Stuart Long , como la de tantos otros, sirve para construir un guion de película. La mitad de ella dedicada a lo mundano y al boxeo hasta que un golpe de vista (una mujer), de moto (un accidente) y de fe lo convierten al catolicismo y al ejercicio del sacerdocio. Es razonable que esa biografía sedujera a un actor como Mark Wahlberg , muy capacitado para encarnar con fuerza al menos la mitad de ese personaje, la más mundana, frescachona y peleona. La dirige en su debut como cineasta Rosalind Ross, actual pareja de Mel Gibson, quien casualmente interpreta, y con mucho talento, al padre del protagonista de esta película.
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El guion y la cámara atrapan bien la personalidad del Stuart boxeador y la relación pendenciera que tiene con su padre (el rey de los pendencieros) y con su madre, personaje que interpreta con esa viscosidad que a Jacki Weaver le sale de natural. Cuesta algo más de trabajo entender las frivolidades que le llevan a un Mark Wahlberg pletórico a su conversión espiritual, pero esa banalidad e inexplicable tozudez del personaje también le sale de natural a este actor.
La película es grata de ver por la chispa de Wahlberg, por su combinación de trascendencia e intrascendencia y por su caída no lloriqueante en el melodrama; incluso se aprecia el suave desembarco en él de los sentimientos religiosos, además de su progresivo cambio de los músculos a la dramática falta de ellos por una enfermedad que no perdona… Es decir, Wahlberg asume y persuade su camino desde la imperfección hasta la moderación y virtud. Tal vez le falta aroma de santidad y épica de milagro, al menos cinematográfico, pero sirve de tributo al Padre Stu.
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