Crítica de «El club de los divorciados»: Como pollos sin cabeza
«El personaje se (y nos) adentra en una frondosa selva de situaciones supuestamente extremas y graciosas que no hay por dónde cogerlas»

Una comedia complaciente con la pareja, el matrimonio convencional y los «buenos sentimientos», aunque tanto su título como sus personajes y chistes den la impresión de ir directamente a barrenar los pilares de la institución . Tiene una salida en tromba con las mejores escenas de la película, cuando su protagonista, un tipo con cuerpo y alma de cuñado, descubre junto a todos los integrantes de una concurrida presentación, que su amorosa esposa «se la pega» con estruendo y entusiasmo. A partir de ahí, y divorciado, el personaje se (y nos) adentra en una frondosa selva de situaciones supuestamente extremas y graciosas que no hay por dónde cogerlas, una especie de rábano sin hojas que el guionista, David Gilcreast, se divierte poniéndolas a hervir a borbotones.
El actor Arnaud Ducret, bien dotado para la comedia medio llena, o medio vacía, y su compinche en el club de divorciados, François-Xavier Demaison, se divierten tanto o más que el guionista y el director, Michael Youn, y entre todos hacen una parodia espesota sobre los privilegios y placeres de vivir a lo loco y de las reglas esenciales para pertenecer al club de los divorciados disfrutones. Hay detalles, momentos, salidas de tono que, francamente, mueven a la risotada, que, aunque sea bastarda e incorrecta, ahora es fácil de disimular si uno lleva en la sala el barbijo bien puesto.
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El club de los divorciados

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