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Un océano entre nosotros: La épica del navegante solitario

El final de la peripecia no es el que uno se espera dentro del género épico

Fotograma de «Un océano entre nosotros»

Antonio Weinrichter

Como decía anteayer, reseñando “A la deriva”, el cine se pierde por las tramas épicas de esfuerzos solitarios que llevan la resistencia humana hasta el infinito y más allá. Aquí se nos narra la historia (real, por supuesto) de un tal Crowhurst que empeñó su hacienda (escasa) y la paciencia (inagotable) de amigos y familiares para emprender una competición que hasta el formidable Werner Herzog habría podido calificar de algo así como la “última gran aventura”: circunvalar el mismísimo globo terráqueo en un velero sin ninguna parada permitida. Lástima que no la haya dirigido él mismo, basta recordar el final de “Aguirre” para añorar lo que hubiera podido hacer…

La primera particularidad de esta versión no-herzoguiana está en su protagonista, Colin Firth, a quien no recordamos como un actor especialmente físico. Más bien, suele explotar su lado urbano y formal, su lado Darcy, por citar el papel que le hizo famoso en Reino Unido, y sobre el que suele hacer variaciones, ya sea con Bridget Jones o con la Mamma mia. De hecho, aquí aparece con el mismo tipo de jersey, e incluso inicia la travesía del mundo oceánico con corbata: ¿será por contrato? Pero aunque sea un señor formal, Firth es muy buen actor y pronto se deja hasta barba y las greñas de rigor, pasando de modelo de polos naúticos a convincente superviviente de naufragio.

Es cierto, de todos modos, que esta no es una película del cuerpo como sí lo era “A la deriva”, en parte porque Firth no habrá querido, y en parte porque el guión insiste en alternar la travesía con escenas de su mujer Rachel Weisz y del periodista que le apoya (David Thewlis, ese actor que le reconcilia a uno con el cine inglés) desde la metropoli. El final de la peripecia no es el que uno se espera dentro del género épico, y la especulación sobre como acaba Crowhurst no despeja la duda de si era uno de esos locos herzoguianos que se balancean entre lo sublime o lo ridículo o un simple pasmado que se dejó derrotar antes por la vergüenza que por el gran océano.

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