Crítica de Hereditary: Raíces profundas (de mandrágora)
La esperada película llega precedida de una reputación que casi, casi, está justificada

El mejor cine de terror hace tiempo abandonó el viejo esquema genérico de una normalidad amenazada por un monstruo que vence para restablecerse. Hoy se centra en el eterno retorno de lo reprimido en parte por ser una excelente excusa para hacer secuelas (bicho malo nunca muere, etc.) pero también porque el género ha comprendido la inutilidad de la vieja fórmula dentro/fuera. El mal no se puede expulsar porque tiene raíces profundas –de mandrágora, la planta infernal con forma humanoide– y se da en las mejores familias: según la genial formulación de Robin Wood, hemos ido de la niña enfadada de «Cita en San Luis» a la zombi que devora a sus padres en «La noche de los muertos vivientes», pasando por ese drama filial que era «Psicosis».
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De esa inversión se alimenta de forma brillante «Hereditary» que llega precedida de una reputación que casi, casi se demuestra justificada. Una familia americana perfectamente (atención al término) normal, enfrenta el duelo del fallecimiento de la abuela, una matriarca tan formidable como el poder que parece seguir ejerciendo sobre su nieta. Pronto esa normalidad pasa del duelo al aquelarre… pero eso tendrán que ir a verlo. La clave está en centrarlo todo en la madre, una Toni Collette sensacional en la reunión de huérfanos anónimos, en la cena que acaba en bronca o cuando su mirada cambia en plena posesión infernal. A su lado los demás actores apenas parecen estar, ejem, poseídos. Y otro detalle genial: la madre hace dioramas y la dirección (de arte, pero también la fotografía) juega visualmente a que esta casa parezca una casa de muñecas encantada. Lo que no tiene nada de encantador.
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