Crítica de Una vida a lo grande: Cariño, el tamaño sí importa
Esta utopía de ciencia ficción, sin cachivaches, permite al director de «Entre copas» destilar socarronería y mala leche

De Alexander Payne es difícil no hablar con admiración. En «Una vida a lo grande» hace un desconcertante cambio de ritmo, que se apreciaría en todo su esplendor si el público llegara virgen a la butaca. Por supuesto, a estas alturas es imposible desconocer que la cosa va de tamaños y de un avance científico sin precedentes, pero con enormes consecuencias. El guion las desgrana con un humor exhaustivo, como rebañando cualquier atisbo de chicha. El invento permite reducir a los humanos a un punto que ni los jíbaros habrían soñado, aunque sí Jonathan Swift, como prueba su Lilliput. La nueva especie, de ingreso voluntario, es más fácil de acomodar -una mansión cabe en una caja de zapatos- y además es menos agresiva para el medio ambiente (que quizá debería pasar a llamarse gran ambiente).
Esta utopía de ciencia ficción, sin cachivaches, permite al director de «Entre copas» destilar socarronería y mala leche, por fortuna desnatada. La fábula funciona como su propio nombre indica, aunque la historia camina en diversas direcciones, a veces casi opuestas, y los saltos entre géneros desconcertarán a más de uno. De forma gradual, la comedia va cediendo el paso a otras formas narrativas, más reflexivas, a veces casi amargas. Quizá por ello la película no tendrá todo el éxito que merece, pero tiene pinta de ser uno de esos títulos que aprenderemos a comprender mejor, lo que hará que crezca con el tiempo.
Y con el reparto ocurre lo mismo que con el director. Es casi imposible no apreciar su talento. Entre las estrellas, Matt Damon prueba que definitivamente vale para todo, Christoph Waltz logra el milagro de sorprender, como si no esperáramos ya cualquier pirueta, y a Kristen Wiig le bastan cuatro planos para lograr las mejores risas con un papel por lo general dramático.
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