Crítica de El sacrificio de un ciervo sagrado: Los dioses están locos
Lanthimos busca una relación entre el thriller psicológico y la clásica tragedia griega (si fuera Lanthimos, pongamos, de Sevilla, habría que buscarle el hilo con la copla, pero es griego y hay que buscarlo en Eurípides)
Yorgos Lanthimos es el director griego más singular y prestigioso de ahora; aún no tiene una larga filmografía, pero aquí se han podido ver sus tres últimos títulos, «Canino», «Alpes» y «Langosta», y se puede decir de él que a su creatividad argumental le añade mucha ambición de estilo, y algo parecido a un raro sentido del humor que no siempre es eficaz.
En «El sacrificio de un ciervo sagrado», Lanthimos busca una relación entre el thriller psicológico y la clásica tragedia griega (si fuera Lanthimos, pongamos, de Sevilla, habría que buscarle el hilo con la copla, pero es griego y hay que buscarlo en Eurípides). El título sugiere directamente el sacrificio de Ifigenia, cuyo padre, Agamenon, mató un ciervo consagrado a la diosa Artemisa, y ésta pidió a cambio el sacrificio de Ifigenia.
Lanthimos se trae ese estado de ánimo a la actualidad, al caso de un cirujano eminente que entabla una rara amistad y dependencia con un chico cuyo padre se le murió en la sala de operaciones. La trama, angustiosa, se mueve desde un Haneke a palo seco hasta un David Lynch desquiciado, pero consigue producir un profundo malestar constante, en especial por la rocosa y perturbadora interpretación del joven Barry Keoghan, que devora por completo los merluzos y cuarteados personajes que intepretan Farrel y Kidman, entregados a un fatum entre lo sobrenatural y lo irrisorio.
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