Crítica de «Judy»: Lienzo de Zellweger con los óleos de Garland
La película no busca, pues, el esplendor de una de las más grandes estrellas de Hollywood, sino el efecto y sus causas de uno de los más grandes juguetes rotos de la mayor fábrica de ellos
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Fundamental. Lo primero. No tienen por qué preocuparse todos aquellos espectadores a los que la actriz Renée Zellweger les da alipori o les produce erupciones. No sale apenas en la película. O sea, sí sale y constantemente, pero tan camuflada en el interior del ... personaje que hay que ser un lince para ver algún que otro de sus famosos «mohínes» como de estar chupando un limón. René Zellweger da aquí lo mejor de sí misma no apareciendo en tromba delante del personaje, y entonces nos permite así entrar en la pregunta principal: ¿aparece el personaje?...
El director, Rupert Goold, al que avalan grandes éxitos en series televisivas, se propone mostrarnos a Judy Garland , y no tanto a través de una biografía ajustada y precisa, como de un golpe de impresión de sus estados de ánimo durante momentos de su infancia y de su trágico ocaso . Y sí, aparece ese personaje infeliz y exprimido en sus primeros años en la Metro Goldwyn Mayer bajo la tutela del impresionante Louis B. Mayer , y en sus últimos años de diva en caída y deterioro que arrastra ya las briznas de su enorme talento por los escenarios del mundo. La película no busca, pues, el esplendor de una de las más grandes estrellas de Hollywood, sino el efecto y sus causas de uno de los más grandes juguetes rotos de la mayor fábrica de ellos. El trayecto de lo que era un sueño hasta el más insoportable insomnio.
Sus inseguridades, su caída en las más diversas y cromáticas adicciones , su rebeldía domada aparecen sugeridas en varios momentos o píldoras esparcidos por la narración en los que se describe la dañina relación y dependencia de una «niña prodigio» con el Estudio, que controlaba hasta el más mínimo detalle (desde el hambre, la sed o la autoestima) de su «inversión» en ella. Aunque el hilo narrativo transcurre en un presente de subjuntivo, en el que Judy Garland ya es solo el puro efecto de una vida llena de éxitos, de traumas, infortunios, impotencias y fracasos personales y familiares.
La película traduce esos estados de ánimo con gloriosos y caóticos instantes sobre el escenario, donde se elevaba o se derrumbaba hasta lugares magníficos y terribles, y con unas relaciones infernales con sus exmaridos, con la soledad o con la compañía de su última pareja, Mickey Deans. Es curiosa y notoria la ausencia en el retrato de personajes clave en la vida de Judy Garland, como la de su segundo marido, Vincente Minnelli, o de la hija de ambos, Liza, que aparece circunstancial y brevemente en el torbellino de su vida final. Y solo da algunas pinceladas ocres sobre Mickey Rooney, con quien tanto -¡y tan raro!- tuvo.
Lo mejor de «Judy» es la interpretación en galerna y ciclotímica de Renée Wellweger (candidata al Oscar por ella), que no recubre el personaje sino que acepta con enorme trabajo físico (se ha quedado literalmente en el chasis) y anímico ser absorbida por Garland y sus demonios. Naturalmente, ni la película ni el hercúleo esfuerzo de Zellweger se zambullen en las aguas trágicas, terribles y sórdidas de la estrella, pero, aunque solo se acerquen a su orilla, se aprecia el horror, el genio y el frío.
Crítica de «Judy»: Lienzo de Zellweger con los óleos de Garland
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