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Boy Erased

Crítica de «Identidad borrada»: Homosexualidad, terapia y religión

Los frente a frente entre los tres personajes son palpitantes, húmedos, estremecedores y transmiten toda la fuerza y fragilidad de tres actores que saben convertir cada gesto, cada instante, en la caligrafía de sus sentimientos

Nichole Kidman y Lucas Hedges en Identidad Borrada (Boy Erased)
Oti Rodríguez Marchante

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En su segundo largometraje, el cineasta Joel Edgerton aborda un espinoso drama familiar en el que mezcla y agita tres ingredientes que al juntarse suelen resultar explosivos, la homosexualidad, la terapéutica y la religión. La historia está basada en el libro autobiográfico de Garrard Conlay, dedicado a sus padres con agradecimiento a pesar de que lo obligaron a someterse a programas «educativos» para reconducir sus tendencias sexuales.

Edgerton sitúa su cámara , su punto de vista, en el mejor lugar posible, muy cerca del personaje del hijo, pero sin alejarse ni cegar la perspectiva de los padres, y en especial la de la madre, que interpreta Nicole Kidman con enorme contención y un repentino y apasionado desenfreno. La descripción familiar es tan sutil como precisa, y se le encomienda al personaje del padre, Russell Crowe , el remarcado de líneas que contiene el dibujo, tan padre y patrón, tan predicador baptista y tan presionado por su Biblia y «biblieros» como por su pulsión emocional hacia el hijo.

Los frente a frente entre los tres personajes son palpitantes, húmedos, estremecedores y transmiten toda la fuerza y fragilidad de tres actores (Lucas Hedges interpreta al hijo) que saben convertir cada gesto, cada instante, en la caligrafía de sus sentimientos. Y todo este tapiz familiar delicado, tenue, Edgerton lo estruja para que supure en el tratamiento del «tratamiento», su estancia en un psiquiátrico regentado por un fulano visionario y ultraortodoxo que interpreta el propio director, cosa que también hizo con el mismo perfil sórdido en su anterior película, «El regalo».

Además de lo obvio, es decir, de su denuncia a esos lugares inmundos que machacan y borran la identidad, Edgerton habla en susurros de esas invasiones bárbaras de los padres en el corazón (y demás órganos) de sus hijos, en ese sospechoso y habitual «si lo hacemos por ti, tonto».

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