«La piel que habito»: a Almodóvar se le va la mano con la salsa
Como en la nutrición, en el cine de Almodóvar hay dos tipos de película, la natural y sin conservantes (en la que retrata raíces y ambientes, y que suele ser fresca, divertida y profunda al tiempo) y la cocina de elaboración y llena de salsas ... y mayonesas. «La piel que habito» es de las segundas, y tan natural como un bisturí en el amor; su historia, en manos del Almodóvar más Adrià, lleva tanta confusión al paladar que uno, ante la impostación, el destornillador de traumas y la intensidad, duda entre tomárselo en serio o en broma; es decir, si reírse o no. «La piel que habito» está en la misma línea quebrada que «Los abrazos rotos», en la que una suave ruptura de los tiempos narrativos pretende subrayar una intriga llena de salsas y conservantes, y con un argumento tan lejano y tan inservible que, incluso abordando pasiones calientes, como la venganza, la reclusión, el abuso y su polvorienta conversión en «complicidad» o «amor», resulta tan fría e indiferente como un insulto en japonés.
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Antonio Banderas se defiende con fuerza y (sorprendentemente) convicción de la vacuidad de su propio personaje, un frankenstein de pacotilla empeñado en creaciones de pacotilla, y más aún se defiende del suyo Elena Anaya, que trata de acomodarse a la piel almodovariana como si realmente se la creyera. Fuera de eso, y de algún momento musical emotivo, «La piel que habito» está francamente deshabitada y ni siquiera ha buscado en esta ocasión el alibí de un spot ocurrente o el resorte de una respuesta graciosa…, las únicas risas que arranca la película (o que arrancó, al menos, en su primera proyección en Cannes) se correspondían con momentos pretendidamente dramáticos, como la confesión de maternidades de Marisa Paredes (menudo papelón), como el instante de tensión con Eduard Fernández (menudo papelín) o, sobre todo, en ese momento clave en el que un personaje dice «yo soy Vicente», quizá el más emotivo y descacharrante de la película.
Candidata al Palmarés
Tal vez sea cierto eso que dice Pedro Almodóvar de que le entienden mejor fuera que dentro, pues el público le devolvió un buen aplauso a su película, con lo que habría que entender que «La piel que habito» conserva intactas todas sus posibilidades para estar en el Palmarés.
Hubo, además, otra película en competición, la japonesa «Muerte de un samurái», de Takashi Miike, pletórica de forma y de fondo sobre una historia también de amor, muerte, honor y venganza. En realidad, era una película que ya se había visto antes un centenar de veces, pues cualquiera que haya nacido en Tordesillas, un suponer, se conoce ya al dedillo todo el ritual pejiguero de los samuráis, sus posturas (en el tatami y en la vida) y la facilidad con la que se dan matarile ellos mismos al primer contratiempo vital.
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