Kaurismaki y Mel Gibson, la veracidad de lo inverosímil
Su última película, «Le Havre», compite por la Palma de Oro y lo hace con toda la ingenuidad de que es capaz este cineasta
Las películas del finlandés Aki Kaurismaki parece como si funcionaran con manivela, o dándoles cuerda; son pequeñitas, musicales y graciosas como un organillo, y también cándidas como un cuenco de leche.
La última, «Le Havre», compite por la Palma de Oro y lo hace con toda la ingenuidad de que es capaz este cineasta que unta sus películas con los andares de Chaplin y con los gestos de Keaton, y que viene a contar una historia portuaria, de pobreza y dignidad, de inmigración y solidaridad, de gente buena y de gente aún más buena: «Le Havre» es el ejemplo más claro de que lo inverosímil puede darle un buen cepillado a los zapatos sucios de la realidad.
Sus personajes son los habituales, un bohemio limpiabotas, su mujer santa, el golden Laika que ahora menea el rabillo en francés, un niño ilegal que quiere llegar hasta Londres, donde está su madre... Y los ambientes, puro Kaurismaki: la barra de un escueto bar, una cocina pelada, la esquina de una calle, el vecindario… «Le Havre» es exactamente la película que cualquier conocedor de Aki Kaurismaki espera, y lo sorprendente es que suenen igual de nuevas y frescas sus candorosas denuncias de la maldad en este mundo, donde hay quien roba «cosas», quien delata al vecino y quien es perseguido por la ley pero no por la justicia… Por un momento, en la imagen sorprendente del bohemio y del policía astuto que encarna Jean Pierre Darroussin yéndose hacia el interior de un bar, parece que va a sonar la frase de «creo que esto puede ser el principio de una gran amistad», lo cual, con el cine de Kaurismaki, es siempre una promesa.
No aplaudir a Kaurismaki o a su cine es como apagar velas en una iglesia. Lo contrario que le suele ocurrir a Mel Gibson, tan fácil de silbar y abuchear; por eso hay que darle el valor que tiene al aplauso general que el público le concedió a «The Beaver» («El castor»), dirigida por Jodie Foster y en la que el polémico actor y director consigue, como Kaurismaki, que lo inverosímil mezcle perfectamente con la sensación de realidad.
Un hombre acomodado y con éxito se escuda tras un castor de peluche para diluir la depresión absoluta que lo empuja al abismo, con la lógica perplejidad de su mujer, su hijo mayor, la empresa que dirige y el mundo entero… A Jodie Foster le funciona la metáfora, aunque gruesa, del ser humano y su fondo de marioneta, y la necesidad de expresarse de modo libre y sincero, y también un cierto tono naïf de cruzar la comedia y el drama.
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