Lluvia de lágrimas
JOSÉ MANUEL CUÉLLAR
Es muy bonito el amor, muy bonito, sobre todo con bella música de fondo, dos rostros agradables y un fondo angelical. Es una pena que en la realidad todo sea mentira y ella tenga granos y mala leche y él sea mentiroso y pervertido, pero no estamos en ese trance, sino en el de creer. Y en ese espacio entre los cuentos que nos queremos creer y la vida que no queremos ver se mueve esta historia: un precioso romance entre un hombre y una mujer con un imponderable que le da originalidad a una historia que es casi más de ciencia ficción (como en el libro en el que está basado) que de rosas y margaritas.
La valla, altísima, es una herencia genética que hace que él, el gran Eric Bana, aparezca y desaparezca en el tiempo. Sin avisar, así, como aquel que se fue por tabaco y no volvió, pero esta vez para desesperación de ambos. Ella le ama a través de los tiempos y no renuncia a su querer por más que no sepa si el tabaco le va a durar dos meses, diez minutos o tres años. Vamos, un marrón de consideración para la chica. En la lucha entre el corazón y la racionalidad de ella y la desesperación de él se vierten diluvios de lágrimas y, sobre todo, en la fidelidad de ella, perenne a lo largo de toda una vida.
El lado oscuro de la película es que la fuerza que les une es tan fuerte que la trama a veces discurre por senderos de pastel rosa chillón, al tiempo que los retazos de vida que discurren fuera de su tarta amorosa están ensartados con un calzador de metal algo basto. Pero es un problema nimio porque a todas les va a encantar. Es película para llevar a la niña, a la novia, a la aspirante a..., a la parienta, a toda mujer, porque a ellas les encantan estas historias de princesas, más si el príncipe mide 1,88, es rubio y de ojos azules pero, sobre todo si, además, tiene una mirada limpia y sincera...
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