Un Don Juan llamado King Kong
Esta semana ha llegado a las pantallas españolas una de las películas más esperadas de la temporada: «King Kong». Peter Jackson ha dejado la Tierra Media para rodar una nueva versión de esta particular historia de la bella y la bestia
TEXTO E. RODRÍGUEZ MARCHANTE
Para llegar a la conclusión de que estamos ante el más emocionante, pasional, romántico y conmovedor «King Kong» nunca visto, hay que iniciar el camino con una frase que tal vez parezca chiste o boutade, pero que es tan cierta y ... comprobable como la fiebre consumista en estas fechas prenavideñas. Esa frase podría ser: el gorilón es el mejor actor de cuantos aparecen en ésta y en otras muchas películas. Así es, ese amasijo de trapos, cueros, lanas y pulsos digitales transmite tanta ternura y fiereza, tanta pasión y compasión, tanta fuerza y delicadeza y tanta seguridad y soledad, que convierte todo lo demás de esa grandísima, espeluznante y enternecedora historia en accesorio (un complemento ciertamente espectacular y apabullante, digno de su director).
Y aunque parezca ridículo, ahora habría que discernir entre lo que es talento propio del «muñeco gorila» y lo que es de construcción del personaje por parte de un tipo también grandote y peludo llamado Peter Jackson. Cuando un personaje pasa en el breve (aquí, no tan breve, pues dura tres horas) tiempo de la película de ser el villano a ser el héroe, del terror a la ternura, es que todos han contribuido a enriquecerlo, hacerlo grande y complejo, desde el guionista y el director hasta, naturalmente, el actor que lo encarna. En este caso, la importancia del «trapo» actor es menor, lógicamente, que la que tiene Peter Jackson, que ha construido un King Kong extraordinario y sobrecogedor, en todos los sentidos.
De tal modo transmite sensaciones el monstruo a través de su cartón piedra (hay que decir que no hay ningún gorila en el zoo con más pinta de gorila que él), que podemos reconocer en él sentimientos que otros actores no consiguen encontrar y trasladar sin palabras, como el orgullo, el reproche, el perdón, los celos, el sentido de la protección, el de la propiedad... El talento de Peter Jackson para darle «vida», fascinación y gancho al muñeco podría cristalizarse en dos momentos geniales de la película: en uno de ellos, el gorila ha salvado a su chica de las garras de tres tiranosaurios, ella está exhausta, aterrada y al tiempo impresionada por él, por su fuerza y por su voluntad de protegerla... Y él, que la sabe ya entregada y fascinada, y que recuerda que ella había pretendido (con buen criterio) escapar de él, le da la espalda como haciéndose el ofendido, el despechado... Ella jugará delante de él con toda la monedería de sus armas, y él le irá devolviendo la moneda con sus ojos: seriedad, madurez, distanciamiento, calor, más calor... Y el otro gran momento, que pasará sin duda a los anales de la historia de este tipo de cine, o del cine en general, es una escena de grotesco y romántico baile en el lago helado del Central Park, con un King Kong radiante y expresivo por haber encontrado a su chica... como si el monazo hubiera visto alguna vez a Charlot patinador o a Gene Kelly chapoteando charcos...
Jackson ha hecho, pues, una película en la que todos los sentimientos caben sentados en una manaza; pero también ha hecho algo monumental, una gran película de aventuras que empieza en una sala de cine, continúa en un teatro en quiebra, que viaja en un carguero desvencijado y roñoso... La primera hora de «King Kong» podrían ser diez minutos, pero ya no habría hecho Jackson una película monumental e imprescindible. Y termina esta primera parte como una película oscurísima de terror, entre unas impresionantes escenas en la fortaleza indígena.
Aún no había tenido el espectador tiempo para respirar en esa primera hora, y el protagonista sin aparecer... Quiérese decir que cuando uno creía que estaba en la zona alta de la película, todavía no habían llegado ni los primeros repechos: la hora siguiente tiene el ritmo endiablado de aquellos comienzos de Indiana Jones: algo así como una hora entera con la bola gigante rodando a tu espalda... Curiosamente, a pesar de ese fragor mayúsculo, aún da tiempo a leer la letra pequeña de esta película, en la que las relaciones se susurran entre puñetazos en el pecho y gigantescas mandíbulas ensangrentadas, y entre algunas escenas de persecución (la del desfiladero entre dinosaurios) nunca vistas.
Hasta ahora, sólo se habían alabado las cualidades del gorilón, pero es ya momento de concentrarse en ella, Naomi Watts, tan en su papel de chica desprotegida, necesitada, impresionable y enamoradiza, que le proporciona vuelo a la metáfora: la gran mano como cobijo de la seguridad (el amor), o tal vez un soterrado canto al onanismo. En todo caso, Naomi Watts consigue mantener su cuerpo y su gesto en ese terreno impreciso similar al de la mujer maltratada (es un parangón arriesgado y que espero que no se malinterprete), ese tira y afloja sentimental entre el miedo y la entrega, entre el sometimiento y la adoración... Y he aquí un punto que nunca se acaba de tratar, pero que está impreso a fuego en todo ese estrato afectivo y supuestamente ético de la Bella y la Bestia.
En fin, que Naomi Watts y King Kong se reparten todo el peso íntimo de esta gran historia: mucho más que en ninguna de las versiones anteriores. Aquí, los amoríos entre ella y el personaje que interpreta Adrien Brody (el guionista de la película que van a rodar en la Isla de la Calavera) son por completo eclipsados, igual que el actor, por la aparición del monazo, que tiene incluso más narizota que él.
Consigue salirse algo de la sombra que proyecta King Kong, el personaje del director Carl Denham, más que nada por la expresividad del actor que lo encarna, Jack Black, que podría ser el contrapunto al método interpretativo del gran gorila: a la precisión sin un gesto de más se le contrapone la alharaca y la exageración del actor.
Brochazos trágicos
Y el último tramo de la historia, bien conocido ya por su potente grado de intimidad y por sus brochazos trágicos en la relación de «la pareja», consigue en las manos de Peter Jackson estar a la altura de sus circinstancias; es decir, a la altura del Empire State: sólo hubiera podido ser mejor otra escena cinematográfica, pero nunca fue: aquella cita truncada entre Cary Grant y Deborah Kerr en «Tú y yo».
Gran «King Kong», el mejor, el más profundo y sentido..., también el más largo. Sin duda podría haber sido más corto, tal vez hubiera podido recortar aquí o allá; menos viaje, o menos selva, o menos persecución, o menos acaramelamiento... Tal vez... Lo que es seguro es de que, tal y como está, tan grande y entero, lo verán y disfrutarán generaciones y generaciones por los siglos de los siglos. ¿Amén?
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