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Críticas de los estrenos del viernes 28
«Blancanieves», «El artista y la modelo» y «Salvajes», novedades destacadas de la cartelera
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«BLANCANIEVES» ****
OTI RODRÍGUEZ MARCHANTE
A pesar de la fatalidad del viento en contra (la fiebre blancanevera que hay últimamente y la explosión muda de «The artist»), esta película de Pablo Berger es un golpetazo de originalidad y talento en la mesa del cine español. ... Muda, en blanco y negro, gótica y exótica, flamenca, melotrágica, fabulosa y retorcida (más que un tornillo en detalles como quién es el príncipe que le da el beso) esta historia arrugada y alisada de Blancanieves tiene a la vez el encanto de la sorpresa y la sorpresa del encanto. Con una puesta en escena asombrosa, donde lo cañí convive con lo surreal, lo lorquiano y lo taurino, y le guiñan un ojo a Buñuel y el otro a Valle, con una narración desorbitada y empapada de años veinte, con unos personajes que buscan su espejo cóncavo para reflejarse y con una notable gracia e impudor para voltear a los hermanos Grimm hasta que se rían boca abajo de las ocurrencias, la película se explica maravillosamente en su mudez y conjuga lo masculino y lo femenino con la fuerza de la mismísima «Carmen».
La fotografía y la música encuentran las tonalidades justas para el abanico de interpretaciones, todas con el agravante de la mudez y el aliciente de la gestualidad, sin miedo a los extremos, a salirse de la colchoneta de un brinco, como le ocurre en ocasiones a Maribel Verdú, que construye una madrastra de opereta y tebeo (no comic), o a Macarena García, que se le sale Blancanieves por los ojos o a una federiquísima Ángela Molina, o al esperpéntico Daniel Giménez Cacho como salido de un plano de Turneur. Pablo Berger consuma increíblemente su osadía de ponerle alma trianera a algo tan lejano como una fábula alemana y colgarnos a todos el cartel de «sin palabras»… No hay nada pequeño en esta película, ni siquiera los enanitos.
«EL ARTISTA Y LA MODELO» ****
O. R. MARCHANTE
La idea y la mirada son el fundamento de una obra de arte, y así lo expresa desde dentro y por fuera esta película de Fernando Trueba, que invita desde su comienzo no sólo al placer de mirar sino a cazar de paso alguna idea en el aire. Y así se presenta su personaje, un anciano escultor que pasea y observa minuciosamente la naturaleza que le rodea. La esencia, la idea, es asistir a esa corriente que se crea entre ese escultor (sin nombrarlo, Aristide Maillol con un final imaginario y ¿cuestionable?) y su modelo (Dina Vierny, reconvertida en republicana española), y en observar cómo esa corriente fluye hacia ambos lados construyendo a la vez una obra de arte y una personalidad. En blanco y negro, en francés y afrancesada, la película viste su esencia, o sea, las miradas, con el trapo de la segunda guerra mundial, la ocupación nazi, la desocupación de la infancia y sus ansias también por mirar, las nostalgias de la vejez y los ímpetus de la juventud…, todo ello visto con un deje, digamos, entre Renoir y Truffaut.
«El artista y la modelo» lleva ya en su título la mezcla de los latidos, tan lentos en uno y tan urgentes en otra, con los que se ha de acompasar el espectador, que sólo puede hacerlo bien arrellanado en su butaca pero alerta a la idea que salta. Y la mejor de este encuentro es rápida, brillante, y surge de un dibujito de Rembrandt, ante el que todos descubrimos en un milagroso instante la emoción pura del arte. Jean Rochefort apenas si necesita más movimiento que los leves cepillados de su cara para expresar prácticamente todo lo que se empeña Trueba en decir, y ella, Aida Folch, es la naturaleza viva en su absoluta desnudez y pujanza. Él es el sustantivo y ella, el adjetivo. El humor suave que le proporciona a la historia Chus Lampreave o la melancolía alegre con que la impregna Claudia Cardinale serían algo así como el boceto en barro de la pieza de Trueba.
«SALVAJES» ***
ANTONIO WEINRICHTER
Tras unos años de plantearse películas con una voluntad histórica inmediata pero no demasiado estimulantes, Oliver Stone ha encontrado en esta violenta historia de género negro basada en una novela de éxito un contenedor mejor para sus reconocibles obsesiones políticas. Puede verse «Salvajes» como una simple aunque alambicada trama de narcotraficantes a ambos lados de la frontera sur estadounidense pero también (y el propio Stone insiste en esta lectura) como una metáfora terrible sobre los efectos retardados de la política exterior de su país: las guerras que libra Norteamérica fuera le acaban pasando factura en casa. Por un lado, de Afganistán proceden las semillas de la droga de excelente calidad que fabrican los protagonistas, pero también las tácticas de defensa y el sofisticado armamento que utilizan para defenderse.
Y de otra guerra, la que se libra sin mucho éxito dentro y fuera de Mexico contra los carteles de la droga, procede la «opa» hostil que lanza la corporación que preside la estupenda villana Salma Hayek contra la «pyme» de Laguna Beach. Es curioso el contraste entre los secuaces mexicanos que comanda ese ciclón que es Benicio del Toro (las escenas de tortura en las que se explaya sólo parecerán excesivas a quien no vea el telediario) y los neohippys californianos, una empresa tan familiar que es una comuna sexual, y que además reinvierte parte de sus beneficios financiando una ONG en Africa (!). Con estos mimbres Stone orquesta una orgía de sangre que evoca su faceta más excesiva («Asesinos natos», «Giro al infierno»): nunca ha pecado de sutil y aquí hay veces en que parece, como le ocurrió en su momento a Michael Cimino, que el estrépito formal sirve para tapar una cierta falta de sustancia. Pero un duelo al sol final con truco, digno de Brian de Palma, demuestra que Stone se resiste a envejecer como «storyteller».
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