Zeller nunca saca su cámara del interior de la cabeza del personaje; es decir, que sitúa la mirada del espectador en el mismo lugar que la de Anthony Hopkins, y ambos padecen con exactitud las mismas dudas, sorpresas, certezas y estados de ánimo producidos por ese fragor de visillos y persianas que convierten el día, la existencia, en un juego kafkiano en el que el antes, el ahora y el luego, el aquí y el allá, no forman una base sólida por la que ir andando sin perder el equilibrio. Estamos dentro de Anthony Hopkins, lo conocemos, lo sentimos, sabemos sus circunstancias familiares, vemos a su hija, intuimos a su otra hija, confundimos a sus cuidadoras, a su yerno, e incluso ambos, Hopkins y nosotros, desconfiamos de la coyuntura, del escenario, de la moral…
La puesta en escena, sencilla, teatral, la construye Zeller con un espacio «líquido» que está producido por la confusión del personaje y muy especialmente por la interpretación de Hopkins, quien con apenas gestualidad y con la colocación exacta del fino diálogo y la «cantaleta», materializa, esculpe, esa abstracción que es el desconcierto. Frente a él y a través de su mirada, de su entendimiento, sentimos lo que queda del mundo, apenas su hija, interpretada maravillosamente (y entre visillos) por Olivia Colman .
Crítica de «El padre»: Un inmenso Hopkins esculpe el tiempo entre visillos de la senilidad
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