Algo inalcanzable
Suena «Love me» y la voz sugerente, arrastrada, susurrante e íntima de Marlene Dietrich adquiere una coloración cargada de insinuación y dulzura. Especialmente si se escucha en la grabación en directo hecha en alguna de las actuaciones organizadas a partir de 1953 en el Hotel ... Sahara de Las Vegas o cualquier lugar de la vieja Europa: el Café de París de Londres, Ámsterdam, Monte Carlo, la capital francesa... tal vez en una ciudad de Alemania, tres décadas después de la marcha a América, posiblemente en Israel donde junto a la romántica melodía suenan algunas canciones en alemán que desafían la prohibición oficial sobre la lengua natal de la artista.
Suena «Love me» y se ilumina la fascinante y nebulosa mirada de quien llegaba al «show business» de la mano de la provocación y el glamour aconsejada por el arreglista Burt Bacharach y el productor Mike Todd; el lujo de los vestidos de noche más rutilantes, alguno de hasta 6.000 dólares de entonces como el diseñado por Jean-Louis de la Columbia, y la ambigua imagen que disfraza el sombrero de copa y el frac, como decorado para los números más provocadores. Una ficción que es realidad, escenificación de un personaje que frente a la aparente frivolidad esconde deseos ya inalcanzables. Uno de ellos es el violín «símbolo de un sueño destruido» que en su juventud le lleva a practicar durante ocho horas diarias con la música de Bach hasta que una lesión en el ligamento del cuarto dedo (tal vez y así se ha dicho una fractura de muñeca) le obliga a olvidar el instrumento y, como represalia, al autor. Desde entonces el refugio secreto está en la música de Maurice Ravel, César Franck, Claude Debussy, Richard Strauss e Igor Stravinski, autor de La consagración de la primavera, «la música más erótica que jamás he escuchado». Lo cuenta la propia actriz en su diccionario íntimo, «Marlene Dietrich´s ABC», aparecido en 1960, donde evoca sonidos como el del acordeón, «posiblemente porque mi oído lo relaciona con Francia», y sólo quiere recordar a dos intérpretes: el pianista Sviatoslav Richter, el único capaz «de repetirse a sí mismo», y Jascha Heifezt, el violinista capaz de emitir un «sonido tan perfecto, tan puro, que a veces desearía que pudiera descender desde su cumbre y fuera humano».
También en la treintena larga de canciones que salpican las películas de Marlene Dietrich, desde El Ángel azul hasta Testigo de cargo, como en las que corresponden a los años dedicados al espectáculo, hay una impresión de algo inalcanzable, una unión de libertad e intuición, un impreciso juego entre lo hablado y lo cantado, un poso de sabiduría. Porque en todas retumba una voz cargada de misteriosa sensualidad: como cuando suena «Love me».
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