«Los abajo firmantes», por si alguien no lo vio en la entrega de los Goya
SAN SEBASTIÁN. Lo malo de un Festival tan bien surtido como el de San Sebastián es que no hay modo de abarcarlo todo y uno se entera al día siguiente de lo que se le ha escapado el anterior. Películas y personajes. A mí se ... me ha escapado Alfredo Landa, que recibía un premio (aunque con Landa hay que ser más precisos: son los premios los que lo reciben a él), y lo que es peor, también se me escapó Charlize Theron... Pero no hay que perder la esperanza: al menos a Landa, más pronto que tarde lo acabaré pillando.
Lo que no consiguió escaparse ayer fueron las primeras películas que se proyectaron en la Sección Zabaltegui (las de competición pasan hoy a la pista B, o zona trasera de la crónica). Arrancó James Ivory, que, en vez de una película relamida como es a menudo su cine, trajo una pieza llena de sarcasmo y tono burlón contra «lo» francés, y ese «lo» incluye desde su cursi gastronomía hasta su pijotera presunción. Se titula «El divorcio» y está a punto de ser divertida. También Zabaltegui proyectaba la turca «Lejano», espléndida película dirigida por Nuri Bilge Ceylan y sobre la cual también saltamos para quedarnos en una más cercana: «Los abajo firmantes», de Joaquín Oristrell.
La gran esperanza blanca
Oristrell es, además de guionista y director, lo que podríamos denominar «la gran esperanza blanca» para todos aquellos a los que nos gusta reírnos en el cine. Tiene algo, quizá seriedad, que lo convierte en un tipo al que se le ocurren situaciones que alimentan la comedia. «Los abajo firmantes», título como burlón que anima a esperar gracias, no tiene ni una sola brizna de película cómica. Es muy seria; incluso, demasiado seria; a veces, hasta graciosamente seria... Hay que ver lo serio que se pone Juan Diego Boto para leernos sus mensajes, o los de su personaje. El secreto de toda esta seriedad es muy sencillo de desvelar: basta con mirar los que firman el guión, los abajo firmantes, que son los propios protagonistas de la película, Juan Diego Botto, Javier Cámara, María Botto, Elvira Mínguez y, ya al final, Joaquín Oristrell.
Bien, obviemos las ingenuidades y los topicazos de guión que ha de sortear esta película, y quedémonos en lo que realmente tiene de gran novedad: es el envés de un documental. «Los abajo firmantes» es la habitual historia de una compañía de teatro de segunda división, con sus achaques, sus envidias y sus traumas, a la que se le cuela un trozo de realidad, o documento: la última y ya célebre ceremonia de los premios Goya, cuando muchos profesionales del cine y del teatro español decidieron hacer pública y notoria su protesta contra el apoyo del Gobierno a la guerra de Irak. Bueno, con una cosa y con la otra, Oristrell consigue mantener la tensión, especialmente entre los personajes de Cámara y de Juan Diego Botto, el director y la estrellita de la obra (un Lorca, «La comedia sin título»), incluso en el tramo final, la realidad y la ficción chocan, mezclándose, hasta el punto de perder un poco el «oremus» y, en su confusión, se convierte a los actores de la compañía en apaleados por la causa: una turba de gentuza los espera a la salida y les ponen a caldo... Pero eso es lo que les pasaba a los políticos del PP y no a los actores con pegatina. Eso debe de ser lo que de ficción tiene el documento, y no lo que de documental tiene la ficción. No sé, este año, que tanto se lleva lo documental y a veces documentado, nos acabarán volviendo locos.
Una holandesa errada en competición
Ninguna de las películas que salieron ayer a concurso por la Concha de Oro era un documental. Se vieron, porque había que verlas: pero no eran documentales. La primera era holandesa, «Supertex», y contaba una historia familiar y judía, de padre y patriarca entre absorbente y secante, de hijo rebelde y de hijo resignado que, cuando al guión le interesa, intercambian los papeles para perplejidad de la propia madre y del espectador. Está contada como se contaban las cosas, y tiene un interés relativo y unos cuantos intérpretes de mérito. Tal vez haya a alguien al que le empuje a reflexionar acerca de las relaciones entre padres e hijos, entre judíos y musulmanes, entre hombres y mujeres o entre culturas y negocios... Pero, que conste, si uno no quiere reflexionar sobre nada de esto mientras la ve, puede perfectamente.
La otra era americana, se titulaba «The station agent» y presentaba al menos tres elementos insólitos. El primero y más insólito, a un protagonista enano, un hombre introvertido, lacónico y que quiere, con poco éxito dadas sus circunstancias, pasar inadvertido entre la gente de su entorno. El segundo elemento insólito es que, a pesar de los perfiles de los personajes y de sus dramáticas o trágicas historias, la voluntad de ser comedia convierte a la película en algo chispeante y simpático. Y el tercero, casi nunca visto, es que siendo la esencia de la historia una relación de amistad entre tres personajes, no hay en ella nada pastoso ni apestoso, está construida con sentido de las proporciones, del pudor y de la emoción.
El director, Tom McCarthy, puede estar orgulloso de haber conseguido por un lado contar de un modo entretenido e interesante una historia tan profunda y escabrosa, y por otro, a unos actores que le van física y químicamente al pelo a los personajes.
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