Silbo de identidad
Aquella gaita estaba escribiendo en el aire las notas de una identidad riquísima
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Iniciar sesiónLlegó el muchacho, tan joven, con el tamboril a la espalda, como atlante que empezara a cargarse sobre los hombros un mundo cilíndrico habitado de sonidos remotísimos, aunque esos sonidos apenas vayan más allá de un pompón, pompón… Como un cálamo de caña de la ... ribera, cargado de música, al pecho, colgada, llevaba una gaita. No hablaba: se sentaba, se levantaba, tocaba, guardaba silencio. Estaba allí, en aquel salón de actos, como un fauno de la Sierra, sin más mitología que la que duerme, cerca de un hogar bien alimentado de leña de encina, en cualquier casa humilde de cualquier pueblo de esta comarca mágica.
Rondaría los veinte años. Serio, muy dentro de su trabajo, aquel muchacho, sin más indicación que la que ya traía en la memoria, empezó a tocar «el toque de los pinos», y un fandango, y otro, y otro… Y el Himno de Andalucía. Cuando los fandangos empezaron a salir de la gaita, pájaros de una sola ala, como asustados del pompón que los golpes de la bellota de la baqueta iban sacando de la estirada piel del tambor, el aire todo fue una pajarería fandanguera. De pronto, en el local, cualquiera cerraba los ojos y se trasladaba a la Noche de los Pinos, medio pueblo con unas coplas, medio pueblo con otras. Fandangos que van, que vienen, cargados de historia o de pique… Los sonidos de Santa Eulalia nos llevaban a orillas del Zancolí, plena romería, y cerca veíamos sin ver cómo un baile envejecía la luz serrana. Un silbo de identidad. Por los sonidos vamos lejos, muy lejos; y nos alegramos o nos entristecemos. Se me saltaron las lágrimas cuando sonaban, silbados, los fandangos… ¡Son tantas las veces que los he oído, que los he cantado, que me han emocionado…! Silbo de identidad. Me acordé de José el tamborilero y de una tarde en La Corte, en la romería de san Antonio, con la gente amiga de Cortegana. Pero allí, en aquel salón de actos, era poco más de mediodía, y no había ambiente de fiesta romera, ni bailes, ni cantes. Sólo la gaita y el pompón del tambor que tocaba aquel muchacho serio, profesional, muy en lo suyo. Bastó, no obstante, el silbo para que en el aire pudiéramos imaginar los trajes, los bailes, las guitarras, las panderetas, las chusbarbas, el romero —¡y su olor!—, las flores y la belleza de dos Cruces que por mayo se clavan allí, en ese lugar, como los dos únicos sitios importantes del mundo. La música nos embebe, nos transporta, nos eleva, nos emociona. Y aquella gaita —y aquel pompón— estaban escribiendo en el aire las notas de una identidad riquísima, de la que el tamborilero no imagina los orígenes. Aunque siga sonando, intacta, como esta mañana en Almonaster.
antoniogbarbeito@gmail.com
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