Tribuna Abierta
‘Digno del barro’: El humanismo poético de Jesús Cotta
Su íntima razón de ser reside en la aparente simplicidad de lo creado

EN su pretensión de definir la naturaleza de la creación poética el marqués de Santillana, en pleno siglo XV, decía, a la manera aristotélica, que la poesía era una ‘fermosa cobertura’, es decir, una mera envoltura lingüística de la realidad. En cambio, su coetáneo el ... judío cordobés Juan Alfonso de Baena, a la manera platónica, proclamaba en su ‘Cancionero’ que la poesía era ‘una gracia infusa del Señor Dios’, un don gratuito que la divinidad otorga al poeta convirtiéndolo en una suerte de vidente y dotándolo de una capacidad anticipatoria en su percepción del mundo.
Eran, y aún siguen siéndolo, dos visiones diferenciadas del hecho poético, la primera poniendo el acento en el valor del lenguaje, y la segunda en la lucidez interior del poeta y en su sintonía con la creación divina en una suerte de humanismo que le induce al goce y al canto de lo creado.
En esa segunda estela vinculada a una visión humanista de la poesía acaba de ver la luz el libro ‘Digno del barro’ del poeta malagueño afincado en Sevilla Jesús Cotta, publicado a comienzos del verano en la editorial sevillana Renacimiento, un excelente texto que apuesta sin reservas por una opción existencial que dignifica y realza la condición humana y con ella la razón misma de la creación poética. Son 27 poemas que enlazan con maestría la confesión íntima y la experiencia vivida con una poética personal gozosamente asumida desde un declarado vitalismo en el que el canto brota espontáneo sin pretexto alguno.
Profesor de Griego y de Filosofía en institutos de Bachillerato, autor de novelas, de libros de poesía y obras de ensayo, y versado en la escritura aforística, cauce siempre de los más inquietos pensamientos, el perfil dominante de Cotta reside en una sólida formación clásica y sobre todo en un acendrado humanismo que es tanto de cultura como de vida. Humanismo de corte esencial, de fe en la vida y de gozosa aceptación de lo creado, en la línea de aquellos primeros espíritus renacentistas alentados por la creencia en la suprema dignidad del hombre. Es ésta una actitud que no abunda precisamente en el panorama poético de nuestros días, recluido por lo general en un desasosegante nihilismo y en una amargura vital bien lejos de toda esperanza y de toda jubilosa comunión con el mundo. Bienvenido sea por ello un poemario que insufla en el desconcertado lector de hoy una fe sin fisuras en el barro que nos conforma.
Y así, a diferencia de los que escriben para ahuyentar la tristeza, para eludir la obsesión de la muerte o para buscar ansiosamente la belleza, «yo soy de los alegres, porque tengo / playas y cúpulas en la cabeza, / porque en mis ojos se desborda un río / donde un guerrero moja su melena / después de degollar monstruos conmigo ; / porque rompo a cantar sin darme cuenta». (‘Por qué escribo’)
Si su poética se sustancia en ese puro canto a la vida, su íntima razón de ser reside en la aparente simplicidad de lo creado, en la grandeza implícita de aquello que, simplemente, ‘ocurre’ todos los días ante nuestros asombrados ojos. No busquemos en su cantar la encumbración retórica de ese milagro cotidiano. Al poeta le basta con el poder recreador de las palabras. «Creemos los nombres. Luego, derivarán los hombres. /Luego, derivarán las cosas. / Y sólo quedará el mundo de los nombres», le decía Juan Ramón Jiménez ‘a un poeta, para un libro no escrito’.
Es esa misma “nombradía” juanramoniana la que sustenta la escritura lírica de Cotta , en la que el mero enunciado de los nombres desvelará el prodigio: «Ocurre que el río pasa, / sopla el cierzo, crece el álamo,/ el zorro caza un conejo / y la marmota un gusano. / Cada vez que escarba un topo/ o un pez nada y salta un sapo / y el polen baña una abeja, / algo grande está pasando. / Y arriba ocurre la luna, / y luciérnagas abajo / y mil leones con mil / corazones bombeando». (‘¿Qué ocurre?’).
Pero la alegre conformidad con lo creado no agota el gozoso humanismo del poeta, quien tras ese prodigio vislumbra una trascendencia y una elevación de signo espiritual que colme la inquietud de quien se interroga una y otra vez sobre el sentido último de la creación. La búsqueda de un Dios (‘el Otro, lo Absoluto, la Energía, llámalo como quieras’) que responda a esa interrogante se despliega una y otra vez con exultante urgencia en los últimos poemas del libro, alentados por una honda convicción interior y por el ardiente deseo, no exento de fervor y hasta de recurrentes imágenes místicas, de intuir aquella presencia escondida: «Hoy te he visto lloviendo en la montaña / con tal gozo de esposo enamorado, / que ella no olvidará lo que le has dado / aunque lo siegue todo la guadaña. / […] ¿Cómo se te ocurrió ser tan lluvioso? / ¿Y cómo es que consientes que te espíe / cuamdo desciendes a la tierra y llueve?» (‘Lluvia’)
Esa ansiosa búsqueda de sentido que no acaba de encontrar ni en la naturaleza ni en la belleza le impulsará, como a Juan de la Cruz ( «volé tan alto, tan alto…»), a tomar el vuelo hacia ‘la nube más cercana’ y a esperar la llegada del Espíritu en un proceso de interiorización jubilosamente proclamado.
‘Digno del barro’ no es uno más de los libros poéticos al uso. Tiene, en su desbordante sinceridad y en su resuelta confesión exenta de complejos, un plus de originalidad digno de todo elogio. Cualquiera que sea la opción personal de quien se adentre en la lectura de sus poemas, encontrará en ellos un aliento lírico y una verdad humana que no le dejará indiferente. La verdad de un humanismo de altos vuelos tan ausente como imprescindible en nuestro desolado mundo de hoy.
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