#Personalbranding

El resultado, hoy, es gente charlando todo el tiempo y en todos los sitios sobre experiencias «dignas de difundir» —así reza el claim del engendro—, pero sobre todo vendiendo marca personal. A 35 euros la entrada, la gente acude maravillada a escuchar a vendedores de crecepelos disfrazados de Steve Jobs o de Jeff Bezzos o de cualquier otro self-made man de la Sagrada Cofradía Disruptiva. Glutamato verbal con puesta en escena minimal de postulantes a gurús que entienden que tienen cosas interesantes que decir. Pero que sobre todo se venden a sí mismos. Y cuando llegan a casa, antes de irse a dormir y soñar con orgásmicos chapuzones en las aguas de la viralidad 2.0, les falta tiempo para incluir su condición de charlatán TED en sus perfiles de LinkedIn.

Asistir a una charla TED es un espectáculo. Pero no por los indigentes discursos que se suceden sobre el escenario, sino más bien por comprobar el incomprensible entusiasmo con que el público engulle toda esa pantomima de superación personal y sentimentalidad impostada. Prefiero pensar que el prestigio, la reputación, se construye de otra forma que transformando tu vida en una marquesina. Ya lo decía Pepe Peregil, antes de que existieran las redes, cuando Silicon Valley todavía sonaba a nombre de ferretería: «Todo aquel que dice yo soy es porque no tiene a nadie que le diga tú eres».