El perdurable olor de las Antillas
Se quejaba, con razón, Francisco Morales Padrón en la reciente entrevista concedida a ABC, de los silencios miserables de Sevilla, que rivalizan con sus admirados silencios de la Maestranza o de ciertas salidas procesionales. Temía que su libro de más próxima aparición siguiera la misma ... suerte que el dedicado a Blasco Garzón, aquel presidente del Ateneo que aparece en la célebre foto «del veintisiete». Por lo que a mí respecta, no seré cómplice de tal injusticia. «Los repatriados sevillanos del 98» es el título de ese trabajo, henchido de resonancias novelescas, como el mismo autor apunta en el texto. El Ayuntamiento de Sevilla ha editado el fruto del trabajo de este catedrático emérito de la Universidad Hispalense, que ha tenido la paciencia de recopilar en la Hemeroteca los nombres y apellidos, así como el lugar de procedencia, de aquellos soldados sevillanos que no pudieron librarse, por falta de recursos, de la Guerra de Cuba y que tuvieron la suerte de volver de aquel infierno dominado por el gusto acre de la derrota.
En su estudio introductorio, Morales Padrón pinta un cuadro entre costumbrista y tenebroso de una decadencia tejida con hilos de muerte, mutilaciones, locura y desolación por una decadencia que nos recuerda aquella película magistral, «Los mejores años de nuestra vida», precursora del cine antibelicista.
En el libro de Morales Padrón hay un ramillete de sinopsis narrativas pero también un sugerente guión cinematográfico latente, con un niño nativo acogido por el malhadado almirante Cervera, escenas dantescas de la batalla de Santiago, fragmentos de entrevistas con aquellos «afortunados» del Desastre. Sobre un fondo de dolor que se adivina inconmensurable, van apareciendo barcos que llegan a los distintos puertos recién separados de los territorios de ultramar. Barcos cargados de lisiados, cuya banda sonora tuvo que ser un mar de ayes. La conciencia de España estallaba en pedazos, y su imperio se descomponía en un goteo de cadáveres entregados a las entrañas del Atlántico.
Por más que las autoridades dispusieran un improvidado aparato hospitalario, la verdad es que sobre las penalidades de la campaña militar perdida se había sobrepuesto un cautiverio atroz en Estados Unidos y un transporte degradante. Hay mil matices en este opúsculo que dan para pensar y condolerse todavía por aquella tragedia.
«Las noticias encogen el corazón -escribe Francisco Morales Padrón-, y las cifras. Cifras referidas a número de enfermos, cifras alusivas a cantidad de lisiados, cifras que hablan de hacinamientos inhumanos. Cifras que atraen morbosamente y que, a la par, repelen. Levantamos la vista de los viejos papeles periódicos hastiados de lo que nos cuentan de la política nacional y buscamos distraernos un instante curioseando gacetillas que tratan del asunto Dreyffus, o de la boda del torero Reverte, o del asesinato de la emperatriz Sisí y tampoco logramos desechar el amargor espiritual que nos invade».
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