Tribuna libre
¿No se volverá a repetir este día? ¿Eh?
«Yo también tengo pánico a no vivir. Quiero vivir con todo mi ser cada instante que se me regaló»
Paco Pérez Valencia
ES el final más bello de la historia del cine. En él aprendí mucho de la belleza de lo que supone amar. Encontré eso que tanto adoro del mundo que es vivir con todo, sin medias tintas, agradecido a lo que se me otorgó; todo, ... sin despreciar nada: las luchas emprendidas; los golpes recibidos; los amigos que me acompañaron, que fueron muchos y buenos; lo que mi trabajo me ofreció como deseos expectantes de cada mañana; los agradecimientos de mis alumnos; los proyectos en los que fracasé y los pocos en los que triunfé en vida; mis oraciones en la noche o en los aviones; mi compañera eterna, a la que buscaré después de mi final…
Es el alegato de vida más hermoso, más luminoso y pleno que jamás he visto. ‘Robin y Marian’ (1976), de Richard Lester. Bellísimo mi final eterno. Robin ha envejecido, pero permanece pegado a la vida como un muchacho inconsciente. Marian es una mujer madura que sigue atesorando la mirada más hermosa. Él no lo sabe. Pero la muerte ha entrado ya en su cuerpo. Está malherido tras una encarnizada lucha, aunque no es la primera vez que su cuerpo está roto y agradece hasta sus heridas. Ya son muchas las batallas que ha vivido y en todas logró volver para la siguiente, aún despedazado. No le importa ese dolor. La muerte viene escondida. Robin ha tomado el veneno que la propia Marian ha bebido antes. Ella quiere evitarle todo sufrimiento y le acompaña. Él le habla de gestas que vendrán, de sueños por cumplir, de todos los combates que le esperan. Vive con toda su fuerza natural, esa que lucha dentro de sí contra lo inevitable y aún no lo sabe. Ella le escucha con una ternura de la que es difícil sustraerse. Hay tanto amor en ella… Él le habla de futuro, con los ojos brillantes de vida, de luchas, de sueños… Se siente feliz. Entonces repara que no hay dolor en su cuerpo y es cuando se da cuenta de lo que verdaderamente está sucediendo.
¡Marian! ¡Marian! ¡¿Pero qué has hecho?! En un arrebato de pánico pide ayuda a su inseparable Little John que está fuera de la estancia donde está recogido. Marian le mira con la dulzura más hermosa que se ha mostrado en una pantalla nunca -esa mirada es para mí, me digo cada vez que la veo- y se acompañan en su final.
Robin había regresado a casa después de largos años de cruzada y lo que encuentra es un paisaje desolado en el que no queda nada de aquel mundo por el que luchó con todo. Su amor, Marian, retirada a un convento, es la abadesa, pero el reencuentro de ambos resulta incandescente. Es bellísimo verlos mirarse e imaginar cuanto piensan uno del otro, como dos adolescentes; basta una mirada entre ellos, una de esas miradas que llegan hasta la hondura más privada, para que todo salte por los aires, para que la fascinación por la vida regrese como nunca. La música de John Barry ayuda en sentir esta dicha con una belleza embriagadora. Las interpretaciones de un Sean Connery ya entrado en años junto a una preciosa Audrey Hepburn que ya no es muchacha, se enmarcan en un perfecto motivo, ambos mayores, pero elegantes, dignos, plenos de una vitalidad que ya se les escapa. Robin-Connery siente el dolor del cuerpo cuando salta de un árbol, ya no es el héroe infatigable. Marian le mira como una amante paciente, no ingenua, pero tiernamente enamorada. Nada queda para lo inevitable y, sin embargo, Robin rejuvenece su espíritu teniendo motivos por los que luchar. Sigue habiendo causas por las que combatir, lo que le hace vivir con todo.
Es el alegato de vida más emocionante que he visto jamás. Así quiero hacer yo. Así necesito vivir yo, como si todo fuera digno de mis días, por lo que emplearme con todo mi ser, con todo mi talento, todo mi arsenal. Hacer que todo merezca la pena. Amar agradecido de cada segundo, de las miradas de quien amo, a quien tanto necesito a mi lado. Todo importa. Cada detalle, cada cuidado, cada amigo, cada excusa. Todo es vida y es mía. Vivir como si cada día no regresara nunca más.
¿Por qué? -le pregunta él, atónito por lo que ha hecho-. Y es ahí cuando Marian regala al mundo la más bella declaración de amor (que es lo mismo que de vida): Te amo. Te amo más que a todo. Robin la mira enternecido. [Te amo] Más que a los niños… Más que a los campos que planté con mis manos. Más que a la plegaria de la mañana o que a la Paz. Más que a nuestros alimentos. Te amo más que al Amor o la Alegría o la Vida entera… Te amo más que a Dios.
Robin le ha escuchado conmovido, golpeado por ese amor único. Tras su silencio reconfortado, dice eso que tanto he agradecido oír: ¿No se volverá a repetir este día? ¿Eh, Marian?... ¡Es mejor así! ¿Eh?
¿No se volverá a repetir este día? ¿Eh? ¡Cuantas veces me lo he dicho! Antes de cada clase en la Universidad, antes de afrontar cada uno de mis días, en mis relaciones, en todas mis conversaciones. Yo también tengo pánico a no vivir. Quiero vivir con todo mi ser cada instante que se me regaló. Y cuando me vaya de este mundo, no sin lucha encarnizada por la vida, agradeceré mi último día, que será irrepetible.
Robin asume que todo lo ha vivido y que lo hizo con alma, siempre. Es mejor así… Fascinante hasta para decir Adiós… y no puedo contar más, porque el final reclamaría un mundo solo para encontrar las palabras más emocionantes. No se lo pierdan.
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