Tribuna Abierta
Renunciar a la renuncia
No me resigno a mis lagunas culturales. He leído mucho y he olvidado casi tanto como he leído
Miguel Ángel Robles
LEO una entrevista a Pascal Bruckner. Con setenta y tres años, acaba de publicar un libro que es una autoexhortación a seguir exprimiendo la vida. Un alegato contra la resignación. Renunciar a la renuncia. Aspirar a todo. Inmediatamente lo adopto como lema para este 2022. ... No renunciar a nada. Disfrutar de cada momento. Quizás el placer no sea el bien absoluto ni el sinónimo de la felicidad, como decía Aristóteles, pero el propio estagirita reconocía que perfecciona y hace más deseables todas las actividades. Me acerco a los cincuenta y me doy cuenta de que debo buscarlo intensamente. La apatía es el enemigo. La tentación es la conformidad. El desánimo, el destino al que no quiero llegar. He aceptado mis limitaciones, que son muchas. Las (pocas) habilidades sociales. La (escasa) retentiva. La (falta de) confianza. Mi (dudoso) carisma. Con ellas voy a la conquista de mis imposibles. No es salir de la zona de confort, lo que busco. En todo caso, expandirla. Y más bien explorarla. En todos sus recovecos. A cada instante. Gozar de la vida es merecerla. El placer es mío. Tiene que serlo.
A eso pienso dedicarme con un hambre insaciable. Mis hijos se hacen mayores. Uno, de hecho, ya vive más fuera que dentro de casa. Y sin embargo no me resigno al distanciamiento. Veo las series que retratan a las familias actuales y no me encuentro en su representación. El mal humor, los silencios, la incomprensión, la falta de respeto, la tensión y la vida independiente como si se viviera en un hotel. Tampoco identifico a mis hijos en esa fotografía. Así que no. Me rebelo ante lo normal. O lo que nos venden como tal. No renuncio a nada de lo que tuve con ellos cuando eran pequeños. Las risas, la confianza, la complicidad, los besos, la protección mutua, los abrazos infinitos. No me resigno a que lo nuestro vaya ir a menos. ¿Por qué tendría que ser así? Nunca me gustaron los juegos ni los parques infantiles. Veo un territorio de nuevas y fascinantes posibilidades de conexión en nuestro futuro más inmediato. Las lecturas compartidas. Las conversaciones estimulantes. Sé que será distinto. Pero puede ser mejor.
Tampoco acepto que lo nuestro vaya a menos en todo lo que es de mi mujer y mío. Me vuelve a resbalar aquello que se dice. Lo de que, pasados los primeros años, sólo queda (con suerte) la amistad, la comprensión y el apoyo mutuo. Todo eso también lo quiero. Pero no renuncio a nada. A ninguna de las emociones del inicio. A encontrármela de forma inesperada por la calle y a ponerme nervioso. A salir a cenar como si cada vez fuera nuestra primera cita. A quedarme embelesado mirándola. A hablarle, tal vez, de algo que he leído, temeroso de aburrirla, y que me diga que por favor siga. A que ir a la cama no sea ir a dormir. A tener ganas de volver a casa. A resultarme insufrible cada noche de separación por trabajo. A vivir como si nos acabáramos de conocer, al mismo tiempo que como si estuviéramos viviendo juntos más de media vida. Se me objetará que esa pretensión es tan insensata como inútil. Pero esta es la utopía a la que aspiro. A convertir nuestro monoamor convencional y prolongado en un acto de transgresión a la comprensión actual de las relaciones íntimas.
No me resigno a mis lagunas culturales. He leído mucho y he olvidado casi tanto como he leído. Pero esa frustración, que lo es, no merma mi apetito feroz de lecturas. Sé que, de la mayoría, apenas quedará rastro en mi memoria. Y aun así no me importa. De joven me metía con mi padre cuando no recordaba si había visto, o no, una película. Varias veces me ha pasado a mí con los libros. Empezarlos sin recordar nada y encontrarme de pronto una anotación de mi puño y letra, muestra irrefutable de una lectura previa. Mi hijo mayor muestra un interés genuino por el dibujo, y yo siento el deseo de acompañarlo, refrescando movimientos, obras y autores que tenía completamente olvidados. Así que, a pesar de mi desmemoria, no renuncio tampoco a ninguno de estos placeres. Ni al arte, ni a la literatura ni mucho menos a la filosofía. Respecto a esta última, tengo un plan. Acceder de forma directa a todas las grandes aportaciones del pensamiento político occidental. Ya no me conformo con saber qué hace especiales las ideas de Tocqueville, Montesquieu y Stuart Mill. Quiero descubrirlo por mí mismo. Voy tarde porque lo tenía que haber hecho antes, pero estoy a tiempo, porque sé que voy a hacerlo.
Tengo lo más importante, que es el estímulo. He hecho una lista con medio centenar de ensayos para leer este año y no renuncio a uno solo de ellos. Ni a transformar toda esa lectura en alguna forma de creación. Kant escribió sus tres obras más decisivas con 57, 64 y 66 años. Dice Pérez Valencia que él dibuja como si le esperara el MOMA y yo sólo puedo no ya escribir sino vivir de la misma forma. De esa manera tozuda, ilusoria, fatua y descabellada. Pensando que a la vuelta de la esquina me espera algo relevante, algo bueno, algo memorable. Algo que me hará sentir (una vez más) que el placer es mío. No renuncio ni a esta ilusión ni a cualquier otro de mis deleites más mundanos. Los desayunos lentos de los fines de semana, pasear por el río en el momento de la puesta de sol, regresar caminando de la oficina, volver a Lisboa este próximo verano, hacer con unos amigos ese viaje a París que quedó pendiente de una ocasión anterior.
Superado con toda probabilidad el ecuador de mi vida, no me siento como si tuviera toda la vida por delante, pero sí como si esa vida por delante fuera lo único que me importara. Y en realidad es así. Es la única que me importa, porque es la única que me queda. Estar de vuelta podría tener sentido si se pudiera volver atrás, pero no se puede. Y además siempre lo he detestado: para mí cualquier pasado fue peor. Sé que me queda menos por vivir de lo que ya he vivido pero eso no es sino un acicate para aprovechar todas las mañanas que vengan, aun si se presentan grises. Tampoco al placer de los días nublados renuncio.
Miguel Ángel Robles es periodista y consultor
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