Tribuna Abierta

El final de la matraca

Hay una clase política que, aprovechando épocas de crisis o de incertidumbre, se dedica a alentar los instintos más primarios para buscar la confrontación, primero en las ideas y luego en las actitudes

Asalto al Capitolio de Estados Unidos por parte de seguidores de Trump REUTERS

Luis Marín Sicilia

EL nuevo año se inaugura con el mayor hartazgo de los ciudadanos, cansados de unos políticos empeñados en la matraca de comernos la mente con temas polémicos que no preocupan a la gente. Quienes dan la matraca repiten siempre el mismo tema, son pesados y, ... además, terminan molestando los sentidos. Dar la matraca, en términos coloquiales, es importunar, insistir molestando sobre un tema o pretensión, llegando a veces a ser una forma de burla o chasco para zaherir o reprender.

Dar la matraca obsesivamente, para dividir a la sociedad en dos mitades irreconciliables, es la mayor afrenta para una convivencia democrática, civilizada y tolerante que realiza el populismo, sea este de derechas o sea de izquierdas. Y en ese afán divisorio, tan irresponsables son los postulados del populismo de derechas como el de izquierdas. Ambos plantean puntos de conflicto social no para resolverlos sino para excluir al adversario, al que consideran un enemigo irredento. El reciente espectáculo de la invasión del Capitolio norteamericano no es sino exponente de a dónde puede llevarnos la intransigencia y el populismo divisorio y excluyente.

Hay una clase política que, aprovechando épocas de crisis o de incertidumbre, se dedica a alentar los instintos más primarios para buscar la confrontación, primero en las ideas y luego en las actitudes. Y de ahí nacen los populismos en sus distintas formas (racismo, nazismo, fascismo, comunismo, nacionalismo,...) todas ellas totalitarias porque son incapaces de aceptar que los que no piensan como ellos a lo mejor tienen parte de razón.

El gran éxito de la democracia liberal fue la capacidad de llegar a acuerdos entre los diferentes. El gran fracaso del nazismo y del comunismo fue querer imponer un pensamiento único al conjunto de la sociedad. Uno y otro cayeron en Europa ante el empuje y el empeño de las personas que, por encima de todo, no abdicaban de su derecho a ser libres porque este ha sido el mayor triunfo de la larga historia de la humanidad. Por ello el gran debate del momento es reivindicar el valor de la persona frente a quienes quieren enfrentar a las personas. Curiosamente los nuevos populismos nos plantean los temas en conflicto y crean una permanente y constante ola de reivindicaciones de minorías de todo tipo, olvidando que la función de la política, como dice Jose Antonio Marina, no es plantear el conflicto sino resolverlo.

Ese afán por dividirnos a los ciudadanos, ese empeño en llamar fascista a quien no piensa como uno, o ese pensamiento que considera antipatriota a quien no exhibe los símbolos nacionales, no son sino reflejos de una concepción parcial y sectaria de las sociedades modernas, en las que lo prioritario y esencial es el valor de las personas, ciudadanos libres e iguales ante la ley que gozan de su protección cumpliendo sus obligaciones. Precisamente porque el carácter de las personas es, como dijo De Gaulle, «la virtud de los tiempos difíciles», los ciudadanos libres no podemos sino rechazar la afirmación del presidente Sánchez que nos hace responsables a todos de lo acaecido en Cataluña con el secesionismo, como preludio de unas medidas de gracia cuya única responsabilidad es de quien, en contra previsiblemente de todos los informes y requisitos para su concesión, va a otorgarlas.

Las personas, en su concepción social, existencial y política, son el mayor freno para la manipulación y el abuso de la clase política. Y somos todos y cada uno de nosotros, desde nuestra propia personalidad, los que no podemos ni debemos aceptar como normales los actos ilegales de otros, cuya responsabilidad es de su única y exclusiva incumbencia. El asalto al Capitolio lo propició un político irresponsable que no aceptó el veredicto de las urnas americanas. Los sucesos secesionistas catalanes los propiciaron quienes alentaban a las masas y quebrantaban la legalidad. Los posibles indultos a los sediciosos, que dejarían en entredicho el respeto a la legalidad, serán cargados en la conducta de quien los otorgue, quien de entrada pretende justificarse haciéndonos a todos responsables de lo acontecido.

Ignatieff dejó dicho que «el nacionalismo es un discurso que grita, no para ser escuchado, sino para convencerse a sí mismo». Ignoro el nivel de la intención de «volverlo a hacer» por parte de los sediciosos, pero es indudable que, por el momento, no han dado pruebas de arrepentimiento, requisito para conceder el indulto. Si ya estamos cansados de que nos den la matraca, empeñados en colocarnos a los españoles en el bando fascista o en el comunista, debemos también ser contundentes para, en uso de nuestra libertad, ponerle tales etiquetas a quienes, de verdad, la merecen. Y por la misma razón, debemos dejar claro que los pactos con Bildu y los sediciosos catalanes son de exclusiva responsabilidad del presidente del Gobierno que los suscribe.

La inmensa mayoría de los españoles no están en ninguno de los bandos que quieren colocarnos, ni se siente responsable, como ha dicho Sánchez, de lo acaecido con el secesionismo catalán. En el caso del presidente no es de extrañar su postura pues ya dijo La Bruyere que «el hombre que vive entre intrigas durante algún tiempo no puede pasarse ya sin ellas; cualquier otra forma de vida le resulta lánguida». Pero a los demás, a las personas libres que son la inmensa mayoría, nos resbala la matraca de los sectarios y nos repugna la conducta de los oportunistas.

Luis Marín Sicilia

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