#Happycracia
El triste es improductivo, consume poco, no milita y sobre todo es crítico, se pregunta cosas

Nada que reprochar a la aspiración de ser feliz. Más que nada porque, como dejó escrito Pavese, la única gran verdad es que sufrir no sirve de nada. Quizá el autor italiano no sea el ejemplo más oportuno: acabó suicidándose a los 42 años. Nos ... dejó, eso sí, El oficio de vivir , un legado en forma de diario en el que se impone la lucidez de un espíritu insobornable y tremendamente descreído.
De vivir en 2019, Pavese hubiera despotricado a buen seguro de la forma en que el oficio de vivir ha degenerado en el oficio de ser feliz. Un oficio que más bien es una obsesión. Ya no basta con vivir: ahora hay que ser feliz a toda costa. Vivimos, como señalan Edgar Cabanas y Eva Illouz, en una Happycracia, un régimen que proscribe a los tristes. El triste es improductivo, consume poco, no milita y sobre todo es crítico, se pregunta cosas. En la Happycracia no caben las interrogaciones, porque todo está copado por los signos de admiración: ¡qué bonita es la vida!, ¡qué bien que está todo!, ¡qué positivo me siento!
Perdemos el tiempo sintiéndonos tristes, eso lo tengo claro. Pero me cargan hasta la náusea los felices profesionales. Personajes como el pianista James Rhodes deberían provocarme simpatía, aunque debo confesar que su optimismo naíf me levanta el estómago. Según Martin Seligman, padre de ese gran camelo que es la psicología positiva, si excluimos la predisposición genética, la felicidad depende en un 80% de la voluntad individual y en un 20% de las circunstancias sociales y económicas. Que, con la que está cayendo, alguien pueda defender que la felicidad depende sobre todo de uno mismo me parece tan cínico como ver a James Rhodes en la tele protagonizando anuncios sobre felices hipotecas vitalicias.
Sean muy felices, faltaría más. Pero no idiotas.
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