Pásalo
Las sardinas de Lebrón
Así bautizó Caballero Bonald las despedidas de verano que Juan Lebrón daba en Rota
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Iniciar sesiónAquella noche, al contrario de lo que hace la mitomanía que adora a la leyenda roquera y a los firmantes del Boulevard de la Fama, no debí lavarme las manos, porque estaban impregnadas con el mágico don los inmortales. Aquella noche estreché manos que pertenecían ... a otra dimensión y anhelé me transmitieran algo de sus dones. La terraza del ático del productor Juan Lebrón en Rota parecía una embajada estival de inmarcesibles. Y entre ellos, sentado como ausente y con los ojos clavados en el mar, estaba Pepe, gozando de la pleamar de su éxtasis, mientras veía la derramada electricidad de Cádiz en lontananza. Tenía en sus manos un catavino, los labios del cristal con la huella apasionada de sus besos, tan largos como los de un soldado de permiso, dejando que el Palo Cortado especial que Lebrón le había conseguido echara a volar las campanillas de sus ojos y las de su lengua. Pepe era Caballero Bonald, el mismo que desde hace unos días, es ya cenizas y sal en las puertas plateadas por el brillo de las mojarras del Coto. Con la inconsciencia de los necios, aquella noche, enjaboné las manos que habían estrechado la de uno de los escritores más desbordantes y caudalosos de nuestras letras. La magia de su talento se fue, espumosa y líquida, por el ojo del lavabo. Aún noto tanto desperdicio.
Lebrón acostumbraba a despedir el verano en aquel ático sobre el mar citando a intelectuales, políticos y a algún que otro presidente de una entidad financiera. Preparaba sardinas, un picadillo al uso y, en cubos de latón, helaba tajos de sandía de la huerta del litoral, tan rojas como la zurda de salón de algunos de sus invitados. A Pepe Caballero Bonald se le ocurrió comparar aquellas despedidas con otras que conocía muy bien de su paso por Mallorca. Me refiero a los mediáticos suquet que Pere Portabella, director de cine catalán, realizaba en su casa de verano. El suquet es un guiso marinero con el que los pescadores del noreste se quitaban el carpantismo del estómago estragado por un día afanoso en la mar. Aquella noche las sardinas estuvieron sublimes, el picadillo para que Benítez Reyes le escribiera un libro y las sandías tan redondas y preñadas de vitalidad como la que derrochaba Almudena Grande en sus veraneos roteños.
Bajo aquel manto de estrellas, Caballero Bonald acaparaba la noche, con una labia que hacía eses seductoras, desvelando las felices trivialidades que uno espera de un genio en una sardinada de final de verano. Lebrón hablaba de Vittorio Storaro, de una serie sobre la salsa en Cuba y nada hacía presagiar que, con los años, Bonald se hiciera impecablemente mortal a los noventa y cuatro, ni que Juan tuviera que verse obligado a gritar para que sepamos que sigue vivo. Si aquella noche no me hubiera lavado las manos ninguno de estos renglones hubiera salido torcido, como si estuviesen escrito en el anómalo Campo de Agramante, donde se escuchaban los ruidos antes de producirse. Bonald sobrevive en sus libros. Las sardinas de Lebrón en la memoria de los veranos que vivimos para disfrutarlos con inmortales.
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