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Pásalo

Las sardinas de Lebrón

Así bautizó Caballero Bonald las despedidas de verano que Juan Lebrón daba en Rota

Felix Machuca

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Aquella noche, al contrario de lo que hace la mitomanía que adora a la leyenda roquera y a los firmantes del Boulevard de la Fama, no debí lavarme las manos, porque estaban impregnadas con el mágico don los inmortales. Aquella noche estreché manos que pertenecían ... a otra dimensión y anhelé me transmitieran algo de sus dones. La terraza del ático del productor Juan Lebrón en Rota parecía una embajada estival de inmarcesibles. Y entre ellos, sentado como ausente y con los ojos clavados en el mar, estaba Pepe, gozando de la pleamar de su éxtasis, mientras veía la derramada electricidad de Cádiz en lontananza. Tenía en sus manos un catavino, los labios del cristal con la huella apasionada de sus besos, tan largos como los de un soldado de permiso, dejando que el Palo Cortado especial que Lebrón le había conseguido echara a volar las campanillas de sus ojos y las de su lengua. Pepe era Caballero Bonald, el mismo que desde hace unos días, es ya cenizas y sal en las puertas plateadas por el brillo de las mojarras del Coto. Con la inconsciencia de los necios, aquella noche, enjaboné las manos que habían estrechado la de uno de los escritores más desbordantes y caudalosos de nuestras letras. La magia de su talento se fue, espumosa y líquida, por el ojo del lavabo. Aún noto tanto desperdicio.

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