TRIBUNA ABIERTA
Un malagueño en el Capitolio
Que en América apenas se conozca al que más tarde sería Conde de Gálvez, podría tener una explicación, pero que algo parecido ocurra en España no tiene ninguna
Enriqueta Vila Vilar
Hace bastante tiempo que deseaba escribir estas letras y ha sido un artículo, aparecido hace unos días en otro medio de comunicación, el que me ha despertado del letargo en el que me ha sumergido esta «nueva normalidad» que, como diría mi querido Antonio Burgos, ... ni es normalidad ni es nada. Solo pesadumbre e incertidumbre. El artículo a que me refiero trata de dar a conocer un libro que un diplomático peruano, Gonzalo M. Quintano Saravia, ha escrito sobre D. Bernardo de Gálvez, militar brillante, diplomático eficaz, virrey de Nueva España (hoy República Mexicana), y Ciudadano Honorario de los EE UU, cuyo retrato está colgado en el Congreso de los Estados Unidos desde 2014. Un gran personaje que es casi desconocido por el gran público aunque cuenta con bastantes monografías. La última que he leído, mitad historia, mitad ensayo, mitad relato, es Y Bernardo de Gálvez entró en Washington, publicada en Málaga en 2019, en una edición patrocinada por Unicaja, cuyo autor es Francisco Reyero, periodista y escritor que viajó a los Estados Unidos siguiendo su huella y consiguió plasmar su trayectoria honorífica en un texto sorprendente y divertido, algo muy difícil en un libro de historia.
Captar los distintos vértices de la figura de Bernardo de Gálvez en unas cortas líneas es prácticamente imposible, pero lo que me interesa ahora señalar es el obscurantismo o distorsión que siempre se produce cuando un español destaca en algún gran proyecto extranjero. Y ese es el caso del personaje. Fue el protagonista de llevar a cabo toda la ayuda que España prestó a la independencia de las Trece Colonias de Norteamérica, tanto militar como económica, mucho más importante de la que se le reconoce. Su célebre asalto y toma de la fortaleza de Pensacola en la Florida o su intervención como valiente soldado capitaneando a sus hombres contra los ingleses a todo lo largo del Mississipi, además de portador de las cantidades monetarias con que la España de Carlos III ayudó a la guerra de las díscolas colonias contra Inglaterra, dan idea de su talla. Todo ello se sabe ahora mucho mejor por los Diarios de D. Francisco de Saavedra, ese hombre prodigioso que el profesor Morales Padrón descubrió al desempolvar sus papeles de los legajos del archivo de los jesuitas de la calle Jesús del Gran Poder. Saavedra, que coincidió con Gálvez en Cuba cuando el primero era presidente de la Junta Militar de la Habana, cuenta sus encuentros con D. Bernardo y la actitud arrojada y decidida de éste ante la batalla de Pensacola.
Que en América apenas se conozca al que más tarde sería Conde de Gálvez, podría tener una explicación, pero que algo parecido ocurra en España no tiene ninguna. Era miembro de una numerosa familia de Macharaviaya, pueblecito de la Axarquía malagueña, que se engrandeció rápidamente de manera fulgurante. De ser unos pequeños agricultores y ganaderos, pasaron todos a desempeñar importantes cargos en la administración y en el ejército gracias a la ayuda del todopoderoso D. José de Gálvez, quien escalando puestos en la Corte llegó a ser Visitador de Nueva España, comandante general de las Provincias Internas y, más tarde, ministro de Indias. El profesor Luis Navarro tiene un gran libro en el que retrata su trabajo a la perfección. La ayuda que prestó a su familia es llamativa y todos llegaron a ostentar cargos de relevancia. Baste citar aquí que su hermano Matías sería virrey de Nueva España, igual que después Bernardo, hijo de éste. Pero el apogeo de la familia se eclipsó en poco tiempo y de los Gálvez se perdió la memoria no sé si porque, a fines del siglo XVIII, se estableció alguna ley, tal como la que ahora nos resulta tan familiar. Pero lo cierto es que durante más de un siglo los Gálvez quedaron sólo en el recuerdo de los estudiosos.
En 1975, el diplomático Enric Martel de origen canario —y esto lo tomo ya del libro de Francisco Reyero— fue nombrado cónsul en Houston para atender a los españoles residentes tanto en esa localidad como en Texas, Oklahoma y Nuevo México. En una visita a Galveston, localidad en la costa tejana, se interesó por el nombre de la ciudad y descubrió que se debía a Bernardo de Gálvez. Al conocer su intervención en la guerra de la Independencia vio la posibilidad de darlo a conocer para la fecha del Bicentenario de la efemérides que se celebraría en 1976. Su campaña diplomática la centró en varios frentes académicos y sociales. Consiguió que se fundara la Orden de Granaderos y Damas de Gálvez y organizó varias conferencias. A partir de ese momento la figura de Bernardo de Gálvez comenzó a ser valorada para una minoría y, en 1976, el Rey D. Juan Carlos inauguró una estatua suya en Washington. La posterior historia de la colocación del retrato en el Capitolio y su reconocimiento como Ciudadano Honorario—sólo ocho personas de todo el mundo tienen ese honor— que le había concedido el mismo George Washington y que ha tenido que esperar más de dos siglos para que se le reconociera, es como una novela que deberán leer en el libro de Reyero. La historia es apasionante y, además, creo que puede ser un remedio para que los españoles reparemos nuestra culpa de no conocerlo, porque ignorar a nuestros grandes héroes es como un deporte nacional.
Límite de sesiones alcanzadas
- El acceso al contenido Premium está abierto por cortesía del establecimiento donde te encuentras, pero ahora mismo hay demasiados usuarios conectados a la vez. Por favor, inténtalo pasados unos minutos.
Has superado el límite de sesiones
- Sólo puedes tener tres sesiones iniciadas a la vez. Hemos cerrado la sesión más antigua para que sigas navegando sin límites en el resto.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónEsta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete