Dios no existe
Estos adoradores superfluos de las luces neutras de una Navidad sin fundamento no han leído a San Juan de la Cruz
Que Dios está fuera de los cánones y los raíles marcados por la existencia es algo que deberíamos saber. Dios no existe porque todo lo que existe es efímero. Por eso no tiene sentido someterlo a ese examen del que se escapa como el agua ... del mar que el niño quería meter en el hoyo que hizo en la arena para reducir el conocimiento del mundo a la medida de su tierna inteligencia. Dios no existe. Eso está claro. Y si alguien lo duda, que escuche el eco de San Agustín: si lo comprendiste, no era Dios. El creador del tiempo está fuera de la línea, del bucle o del círculo que trazamos para explicarnos esa dimensión que huye en el adagio barroco: tempus fugit.
Creer o no en Dios es un asunto personal e intransferible. Pero negarlo de raíz como si la divinidad no formara parte del hombre es algo propio de esta sociedad abocada a un nihilismo oculto por el celofán del consumismo. Compro, luego existo. No hablamos de Nietzsche, sino del relativismo de segunda mano que todo lo reduce a una consigna pegada a la etiqueta del balbuceo dominante: llamar pensamiento a esos ripios en consonante es un insulto a Kant, a Descartes o al mismísimo Ortega y Gasset. Y encima dicen que eso de Dios es algo que ya tienen superado, como si miraran desde arriba a Lope de Vega junto al Jesús mío que mi amistad procuras, al Unamuno del sentimiento trágico de la vida que se debatía entre la bondad de San Manuel y la agonía del cristianismo, al Machado que no le cantaba al Jesús torturado del madero sino al que anduvo en la mar donde Juan Ramón veía al Dios deseado y deseante que elevó sus versos hasta los umbrales de la mística.
Estos adoradores superfluos de las luces neutras de una Navidad sin fundamento no han leído a San Juan de la Cruz, no han sentido la luz de la noche oscura del alma, ni la música de Salinas cuando suena en el universo de Fray Luis de León. Tampoco se han extasiado ante el Cristo de Velázquez que emerge de la sombra, ni se han conmovido al contemplar el desgarro de Fernández o de Juni, la dulzura de Montañés, la hondura de Bach, el prodigio vertical de la aguja gótica que convierte en aire las piedras de una catedral. Prefieren las luces huecas que alumbran nuestras calles como si esto de la Navidad fuera una bacanal reglada por los mandamientos de la corrección política. ¿Cómo va a ofenderse alguien ante la visión de Jesús recién nacido? ¿Acaso puede escandalizar el Niño que nos deja absortos en el umbral de su misterio con el seguro abrazo de la paz que nos trae?
Estos ofendidos por la Navidad, que están consiguiendo reducirla a la ceniza dorada de la frivolidad que anula y enfría el calor íntimo de la fiesta, no han leído los dos versos terribles que el poeta pone en los labios de los Magos que regresan de Belén. Es el drama del hombre y del tiempo en que se inscribe: «Buscaron la verdad, pero al hallarla / no creyeron en ella». El autor del poema es un agnóstico de una talla moral e intelectual que nada tiene que ver con la amoralidad y la estulticia imperantes. Se llamaba Luis Cernuda.
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