Premio Gordo
Desde que la conozco, mi mujer ha sido siempre una incondicional del sorteo
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Iniciar sesiónAndaba pachucho el día de la Lotería -no, finalmente no es Covid: debo ser de los pocos que han enfermado en estos días de algo que no sea el virus- y me quedé en casa. Aproveché la tregua de la fiebre para intentar adelantar un ... poco de curro con el portátil en el salón. Allí estaba desde muy temprano, bien plantada delante de la tele, Espe, mi mujer. Desde que la conozco, hace ya más de 25 años, siempre ha sido una incondicional del sorteo. Lo hemos visto juntos algunas veces, pero es complicado que coincidamos. Esta vez, sin embargo, pude disfrutar junto a ella de una de las ceremonias navideñas que más le entusiasman: seguir el sorteo con los números que juega bien cerca, anotados en un papelito, mientras da sorbitos a una palomita de anís. En realidad no es una palomita, sino varias, porque conforme los premios van saliendo, se va animando: en lugar de sentirse desesperanzada, los efluvios de La Castellana la van poniendo más contenta. Y para cuando llega el Gordo, aunque no haya ganado ni lo metido, se siente completamente feliz, y con unas chapetas fantásticas en las mejillas afirma ilusionada que para el año siguiente será.
Me hace feliz la felicidad con que ella lo encara: está completamente convencida de que alguna vez le tocará algún pellizco. Lo del anís le viene de su madre, que solía tomar una palomita ese día. Es la única vez en el año, de hecho, en que Espe bebe anís: normalmente, la botella aguanta ahí hasta el año siguiente. Cuando estoy, me gusta chincharla, ir comprobando cómo las opciones se desmoronan ante sus ojos. Sin embargo, siempre concluye el sorteo con un optimismo que a quien realmente desarma es a mí. Durante el resto del día, maldice a los ganadores que se cuelan por la radio o que brindan con champán a las puertas de las administraciones, pero lo hace todo sin perder la sonrisa.
Este año no fuimos a comer en Navidad con su madre. Desde hace un año, vive en una residencia, la única opción posible para procurarle el cuidado que su deterioro cognitivo requería. Tampoco fuimos a casa de mis padres: tienen miedo del Covid, y además están mayores para meterse en fregados. Comimos los cuatro solos en casa, y sin demasiada parafernalia. Realmente, hemos hecho pocos esfuerzos por mantener las tradiciones. Pero las ceremonias van mutando, las tradiciones se adaptan a los tiempos. Yo, por ejemplo, me considero sencillamente incapaz de no arrojarme sobre la televisión el día 1 de enero para poner a todo volumen el Concierto de Año Nuevo, como vi hacer tantas veces a mi padre en las resacosas mañanas del comienzo de año. A Espe, seguir la Lotería de Navidad con la compañía de sus palomitas de anís le retrotrae al corazón mismo de su infancia. En cualquier caso, me gustaría que mis hijos recordaran esa vivencia como una lección: nunca toca ni tocará nada, pero el premio verdadero es mantener la capacidad de ilusión intacta.
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