QUEMAR LOS DÍAS
Nada que celebrar
Los dieciséis de mi hijo tienen poco que ver con mis dieciséis, cuando viví la Expo 92
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Iniciar sesiónDarme cuenta es casi un golpe: cuando viví la Expo 92 yo tenía los mismos años que tiene mi hijo ahora. Dieciséis años, una edad que recuerdo con los colores inflamados de los vídeos de la MTV y la sensación de que absolutamente todo era ... posible.
Ahora comprendo que lo fue. En aquel 92, estrenamos una exposición universal, con flamantes teleféricos, un cohete y pabellones sorprendentes. Las caribeñas hacían pasacalles, y era imposible para un adolescente asistir impasible a aquel espectáculo sensual. Cualquier martes te enterabas de que, por ejemplo, el grupo Scorpions tocaba en el Pabellón de Alemania, o de que en la Plaza Sony había un concierto de algún grupo que en ese momento lo petaba en toda España. En casa no había dinero para que todos pudiéramos disfrutar del pase de día, pero me bastó con el pase de tarde para tener la profunda sensación de que aquella tarjeta me abrió la puerta a un mundo nuevo.
Haber sido adolescente en el 92 fue una tremenda suerte, me doy cuenta ahora, cuando cotejo mis circunstancias con las que ahora vive mi hijo. Los boomers sevillanos estrenábamos una ciudad, pero los boomers españoles estrenábamos un país. Disfrutábamos las mieles de un flamante estado del bienestar, donde ni siquiera hacía falta que los dos padres trabajaran: gracias a la capacidad de ahorro y a las aceptables condiciones laborales de entonces, un único cabeza de familia se valía no sólo para sacar adelante a la prole, sino incluso también para sufragar alegrías como los veraneos playeros. Las familias emigraban a las coronas metropolitanas, colonizando nuevos espacios a costa de viviendas unifamiliares con piscinas comunitarias.
Pero después del 92 llegó el 93. Los GAL, el mangazo de Mario Conde, recesión económica, sequía. En el 94, Cobain se descerrajó la cabeza con una escopeta, epitafio simbólico para un tiempo que empezaba a oscurecerse. Con todo, seguimos esquilmando las conquistas de nuestros padres: carreras universitarias con becas, una sanidad pública que funcionaba más o menos bien, razonable bienestar.
No lo vimos venir. O si lo vimos, preferimos mirar hacia otro lado. Pero fue nuestra generación, esa que estrenó el AVE y los teleféricos de la Expo, esa que creció con 'La bola de cristal' y las Mama Chicho, la que se dejó embaucar por los cantos de sirena de un supuesto progreso neoliberal que nos conduciría a un mayor desarrollo. Sin darnos cuenta de que, por el camino, perdíamos todas las conquistas que lograron nuestros padres. Para acabar dejando a nuestros hijos menos que migajas.
Con mis dieciséis tuve la suerte de asistir a un mundo nuevo. Los dieciséis de mi hijo contemplan un mundo desmoronado, con escasas oportunidades profesionales, mucho más estrecho, temeroso y precario. No creo que nadie de mi generación pueda sentirse orgulloso de este legado.
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